domingo, 2 de diciembre de 2007

El espíritu de los muertos observa

LA MUERTE toma siempre la forma de la alcoba
que nos contiene.
VILLAURRUTIA
Nocturno de la alcoba

Thou Gonder, and thou Beauty, and thou Terror!
SHELLEY
Epipsychidion


“Estoy muy cansado, no vengas temprano...” pensó en decirle simplemente “no quiero verte”, pero la sutileza resultaba necesaria pues no tenía ánimo de pelear. ¿Si la quería? Esa pregunta llegaba ahora a su mente y jamás se atrevía a contestar, ni siquiera a sí mismo, era sólo que a veces temía amarla demasiado... Así que colgó con un enojo inexplicable, seguro de que ella había sentido su hostilidad, eso y que, conociéndola, imaginó que quizá, inevitablemente, vendría a verlo al día siguiente, sin importar lo que él pidiera. Me conoce demasiado bien, suspiró con la resignación inherente a su situación con ella. Luego cerró los ojos un momento y sintió una vez más, como lo había sentido en las últimas noches, la pesadez desconocida de la vida misma.

Es que ya me siento demasiado viejo, enfermo, cansado siempre, y ella tan joven y tan hermosa y yo muriéndome a cada respiro. El frío que no se me va, estas manos arrugadas y tristes, y su amor que me asfixia más que mis propios nervios y achaques.
Esa noche había trascurrido lenta y sus sueños estuvieron llenos de unos ojos miel que no lo dejaron descansar, pero no descansar no era el problema, sino alucinar un nombre, un abrazo en el aire, un beso frío y después… nada. Despertó un par de veces con una sed inexplicable y cada vez le parecía verla más tangible, más suave, como si se encontrara junto a él. Le llegó de repente, tal vez con el sopor y la desesperación, una sensación que le pareció única e inevitable, larga y nostálgica. La piel se le erizó rápidamente y supo con una certeza helada que aquello que había estado sintiendo era tal vez la misma respiración de la muerte que ahora se fundía con el aliento propio, por fin la muerte, o el espíritu de la muerte, cuando menos. Entonces le aterró la presencia de lo inevitable, aunque también intuyó, confusamente, que él mismo tenía que ser el factor decisivo en el juego de la existencia, siempre que olvidara el miedo.

Con un escalofrío se resumía su reflexión entrañable en el fin de una existencia que él, a pesar de todo, no se sentía capaz terminar. Cierto que su orgullo, nunca desgastado, le decía constantemente que siempre fue dueño de su vida y que quizá podría burlar a la muerte, pero ¿cómo? O más bien ¿acaso quería burlarla o más bien adelantarse a ella?

Sé que no tengo opción, que esta vida no la quiero. Pero ella, ella sin mí yo no sé qué sea, pero es fuerte, más fuerte que yo y sabe lo que quiero. Será que soy yo el que teme perderla, dejar de mirar esos ojos, besar esos labios; pero es que ahora ya me duele hacer eso también, me siento tan viejo y duele, duele.

Se levantó de su cama al dar las siete en el reloj de pared. Minutos después tocaron la puerta.Ahí estaba ella... tenía llaves pero no quiso usarlas; imposible que las hubiera olvidado, eso jamás sucedía. A través del vidrio de la puerta se distinguía su piel blanca, su cara llena de una luz triste. Él abrió. Se encontraba hermosa y tibia como siempre, con la sonrisa enigmática y el aroma dulce que siempre la acompañaba. ¿cómo logra oler tan delicioso todos los días y a todas horas?
Esa era una trivialidad encantadoramente misteriosa. Usaba los guantes rojos que tanto le gustaban, hacía frío afuera y resultaba contradictorio que mantuviera cubiertas sus manos y su cuello, pero no sus pantorrillas.Entró con un decoro inexplicable, con sencillez, con magia y él recordó de nuevo por qué la amaba tanto, por la historia, por el tiempo y el pasado, por su voz y su cabello, por sus ojos y su encanto.

“Sé que no querías verme anoche” dijo con calma, “tampoco hoy, lo sospecho, pero no me importa, yo sí quería verte a ti.” Y parecía que no hubiera hablado, más bien era como escuchar su voz suave dentro de sus oídos pero sin que ella la enunciara, como si desde antes él supiera, o intuyera, que diría esas palabras y que las hubiera expresado sólo con sus ojos o sus manos paseándose por el aire pesado de la casa.

Y se quitó los guantes y se soltó el cabello. Ella siempre tan igual, tan segura para unas cosas, tan
sincera para otras y tan piadosa --tan humana-- para un millar más. Había un suave rubor en sus mejillas, no porque estuviera arrepentida o apenada, sino porque estaba segura de algo, de un hecho tan inevitable y tan fuerte que hizo que la sangre llegara ahí, el mismo hecho que haría --segundos después--, brotar un par de lágrimas que se esconderían en sus pestañas.

Sin más, volvió la cara a él y habló (esta vez sí hablo, sin duda): “Sé que quieres pedirme algo y que no te atreves, que tienes el mismo miedo que tengo yo, ese miedo que proviene de no sé dónde, que tal vez no es miedo sino conocimiento pero que no se va nunca y que sólo te engaña fingiendo que desaparece, que no has dormido bien, que nos conocemos mucho y muy bien, que sabías incluso que a pesar de lo que dijeras, vendría a verte.”

Él alzó la vista sorprendido de la exactitud de sus palabras, consternado por la certeza de las mismas, porque era como si ella estuviera metida en cada pensamiento que se le había esfumado al paso de la noche pero que en un principio no era suyo sino de él, inquieto por el hecho de que la tenía impaciente y nerviosa, ese mismo hecho que él ya sabía y que ciertamente, no se atrevía a pedir pero que tenía que suceder con ella, por ella, gracias a ella. “¿Qué más
sabes? Ya que dices saberlo todo” dijo con la voz que pretendía sonar segura y firme.

“Sé que ya es tiempo...” dijo y se secó esas lágrimas nacientes con el índice tembloroso.

Y él también lo sabe pero no me lo quiere decir, cuánto lo amo, eso tampoco lo sabe, que tampoco dormí anoche, ni siquiera lo intuye ni lo siente, ni mis ojos ha visto en este tiempo que llevo aquí, huye y cada que cree que estoy llorando voltea la cabeza hacia sus manos.

“¿Cómo sabes?” inquirió él aún sabiendo que ella siempre supo que era el momento, que de hecho se había tardado unos días en darse cuenta.

“Por tu voz que temblaba anoche, porque pensabas en ello cuando me colgaste, porque no estabas cansado sino que no querías hablarme porque yo ya sabía, porque te engañas y te aferras a lo que sabes que se ha terminado, porque tienes un miedo diferente, igual que yo”.

“¿Miedo?” Respondió con la voz ahogada en la certidumbre.

“Sí... eso que jamás pensaste tener, pero ahora yo no puedo tener miedo porque te amo demasiado y porque no hay nada más que hacer.”

Él calló y como siempre, ella entendió en su silencio las palabras que cruzaban el umbral de su mente y supo que era tiempo de actuar.

Y ella pensó fríamente que en sus manos estaba lo que los hombres suelen llamar destino, pensó también en que su mirada estaría dolorosamente clavada en él en los siguientes minutos, aunque él le huyera por más miedo, tal vez sólo por piedad; era él siempre el hombre más bello que existiera jamás, el más amado y más perfecto, el único que había entendido el significado de la vida y por eso tenía que renunciar a la misma; pensó en que ella misma lo entendía, o trataba de hacerlo, la única que se había tomado la feliz molestia, que ahora la vida le era tan grande y él se había hecho tan pequeño; eran los años, el dolor, el espíritu de la muerte. Pero también pensó en que ella lo amaba como a nadie y que por esto y por llegar a entenderlo tenía que completar lo que él no podría hacer.

Tomó sus manos frías y temblorosas, (¿las de él o las propias? Porque a veces parecía que eran las mismas) imaginando que quizá las cosas no tendrían que ser así, sufriendo un poco por la realidad y el conocimiento, sintiendo el corazón a punto de salir de su cuerpo, con un par de lágrimas que corrían ahora libremente por su rostro sin necesidad de detenerlas. Lo besó una última vez, entendiendo de nuevo, pensando, sólo pensando y ya no sintiendo, tal vez sólo odiando que el conocimiento de la vida a que él había llegado no le permitiera terminarla por sí mismo. Cerró los ojos sin mirar más allá de sí misma y le soltó los dedos.

Y es que yo te amo preciosa pero has sido más lista que yo. Ahora sólo pienso que nadie más podrá tener la piedad que tienes tú conmigo… mira esos ojos, míralos en mí, ¿crees que no sé que no has parado de llorar desde ayer? Si supieras cuánto te amo.

Y ella sacó el revolver convencida igual que él de que esa era la única opción porque la vida era ahora más grande que ambos, pues él era viejo (no tan viejo para algunas cosas pero sí para lo que él deseaba) y ella tenía ya el corazón roto, sin posibilidad de amar más, ni de creer en el amor, sabiendo demasiado y por lo tanto, con la muerte como única opción.

Después hubo un segundo que se prolongó inexplicablemente y entonces ambas miradas se juntaron intensas, tristes, expectantes. En un parpadeo todo terminó. Dos disparos, ambos certeros, el segundo para no dejar ninguna duda del éxito. La gran mancha carmesí se extendió por la habitación.

Ya no hay nada para mí, lo sé, pero no importa porque ya tampoco había nada para ti. Mira qué lindo te ves de todos modos, parece que sonríes después de tanto tiempo. Para mí siempre fuiste perfecto. Yo no necesito meter balas en mi cuerpo, moriré después, seguramente, de esa tristeza que da la soledad y la verdad, ¿qué otra cosa puede matarme sin ti aquí?

Después de una hora ella se puso de nuevo sus guantes y salió dejando las llaves en la casa. Afuera, el sol de la mañana brillaba con toda su intensidad, pocas nubes y algo de viento; sería un día hermoso.

1 comentario:

Karla Portugal dijo...

Wow, grata sorpresa encontrar este relato que a mí tanto me gustó corregido y aumentado. Gracias por esto porque con ello nos vas haciendo partícipes de tu crecimiento y tu cambio. Esas partes en las que se dice lo que se piensa, como en El beso de la mujer araña, son buenas, si acaso creo yo, falta un poco más esa desesperación, esa ansiedad, esa prisa por hilar ideas sin expresar la oración completa.
Hubo un fragmento que no me gusto, me atrevo a decirlo como crítica constructiva, tienes una buena descripción y hubiera preferido que la usaras en lugar de parentesis en esta parte "Tomó sus manos frías y temblorosas, (¿las de él o las propias? Porque a veces parecía que eran las mismas)", me agrada más una descripción certera y sutil que una duda que el lector no puede responder, aunque trajo a mi mente la película de La ciencia del sueño donde Gael toca su dedo junto con el de la chica y dice que se siente extraño, como si no fuera su mano.
La muerte de ella, la que vendría me recordó a una frase de Oscar Wilde que si no mal recuerdo escuché en televisión donde dice que si la deja ir morirá, no él o ella físicamente, morirá su corazón, que es la peor muerte que puede existir.
En fin, insisto en que es un texto excelente, gracias por él y en unos meses espereos ver más avances. Además la cita inicial de Villaurrutia es sensacional. Gracias por esto.