jueves, 27 de septiembre de 2007

El silencio

Siempre parece lo mismo, la secuencia eterna de una condena ignorada. El sudor de dos cuerpos que se encuentran en la pasión, el fuego creado por una caricia y consumido por la humedad de un suspiro.
Mi voz callada detrás del muro de su cuarto, mi voz que ya es el muro, yo que ya soy el muro, yo sumida en el silencio de sus amantes que pasan, que lo besan y lo aman y luego desaparecen.
Aquí me veo con la luz matinal que alumbra sus ojos profundos y tristes, siempre a través del vidrio de los míos. Soy sólo el muro resultante de una pasión callada... hace mucho tiempo, apenas lo recuero, igual que ellas, yo también lo amé y creí que me amaba, (eso, que me ame o me amara, ya no importa).
Como otras, preferí el silencio y la ceguera al perdón por la idolatría de su nombre, preferí el sueño de lo efímero a la crudeza de lo tangible.
Sí, amé a un hombre... ¿un hombre? más bien parecía un sueño, un ser tan perfecto que no podía ser real y fue aquí, en estas sus sábanas blancas que dejé la vida para unirme a él en el engaño ignorado, en la quietud mortal de lo prohibido.
El silencio, eso es todo lo que soy, un fantasma callado eternamente.
Después de terminado el goce de su cuerpo tuve que quedarme aquí. El llanto me borró poco a poco, hasta que me convertí en lo que ahora soy, la pared de la nostalgia, una estatua invisible construida con mis propias lágrimas y el sudor frío y culpable que el sueño dejó en mi piel.
Se fue, solo se fue un día y no supe de él, luego regresó con otra, otra que no conocía y repitió el crimen y mató otro delirio; ahora, ahora veo que regresa de la mano de alguien, otra más, por supuesto, alguien a quien también le pide el silencio sepulcral después del goce.
Yo muero cada día un poco más bajo el suspiro de su recuerdo cada día y cada que esa otra, una que nunca es la misma le roba un gemido a su boca de orquídeas y siembra el silencio en el muro, en la prisión de su irrealidad.
Y no sólo muero sino que cumplo la penitencia del engaño, de la crueldad, de verlo siempre, cada día, en el amanecer donde abraza un cuerpo distinto y miro cómo las sombras se hacen sombras en el silencio, donde igual que yo, quedan convertidas en objetos sin voz, van desapareciendo, lloran sin que nadie las escuche y mueren un poco, sólo un poco, siempre.

jueves, 20 de septiembre de 2007

My own private New York lover...


Esta noche las palabras no me alcanzan,
o las lágrimas, o las sonrisas, o cualquier cosa..

Mejor pudiera simplemente morirme de risa y renunciar a entenderte,
mejor debiera no conocerte.
Pero es que aún quiero ser tu Anaïs,
esa que te haga perder el juicio y trastornarte hasta lo más profundo de lo que eres,
de eso que eres y que no entiendo.

Las palabras, amor mío, qué son las palabras...
dulces gotas de sangre de una herida eternamente abierta.
O tu mirada, la profunda mirada de la tristeza y el conocimiento;
es el cielo apocalíptico del terrible destino que nos une pero que ignoras,
es la muerte que no me otorga la redención.

Yo no puedo estar con otro que no seas tú,
necesito a ese ser malvado, mentiroso y triste, profunda y extrañamente triste
porque alguien más bueno, más lindo, o más honesto me aburre.

El olvido, otra vez, qué es el olvido;
no es que quiera olvidar tus manos
o tus labios
o tu cuerpo
no es tampoco que llore la noche en el susurro de tu sexo perfecto
ni que el aire me devuelva tu nombre en la condena de la vigilia incorregible.

Eres tú, eras siempre todo tú y las horas perdidas en el atardecer de tus labios
todo tú y el tiempo que no vuelve,
todo tú y el corazón desmembrado, el tuyo, el mío que es tuyo, el mío que es nada.

Tal vez ya soy como Anaïs
ya soy cruel, mala y mentirosa
y tengo que amar al dueño de la primavera negra, pero sólo de vez en cuando
y hacer que él me ame eternamente.

Esta noche no me quedan más lágrimas de culpa
ni sueños áureos para el limbo de la conciencia;
y nada me es suficiente;
esta noche la estatua de tu nombre se ha encarnado,
he perdido;
esta noche no sueño otra cosa que tus ojos, no vivo más allá de los recuerdos,
al final, te has ido;
esta noche, tristemente, no he muerto.

viernes, 14 de septiembre de 2007

En busca de la razón perdida...

Me pregunto cuánto tiempo más estaré equivocada... si hay acaso una respuesta única a todas nuestras acciones. A veces quisiera que hubiera un destino, que no pudiera uno decidir más y estar seguros de que, aunque lo que dijera el oráculo resultara algo terrible, saber también que no existe forma de cambiarlo. Pero quizá seríamos como Edipo (o como Anakin Skywalker, para usar un referente más actual), y forzosamente querríamos cambiarlo.

Y es que toda la existencia está llena de pequeñas decisiones fundamentales en su momento y trascendentes para el futuro y uno vive eternamente en la angustia de no poder decidir acertadamente. La libertad, como diría Sartre, más que una dicha es una condena, ya que implica asumir que uno mismo es dueño de su propio destino, que no hay nadie a quién echarle la culpa, ni siquiera a dios, y esto resulta tremendamente angustiante.

Vivir en tinieblas es, creo, la mejor opción; acoger la Náusea, abandonar la esperanza, vivir mucho y preocuparse poco. Parece que mis palabras vuelven incansablemente a ocupar terrenos existenciales que no tienen solución, terrenos que son demasiado metefísicos pero que, con mi ansia de asirlo todo y entenderlo todo, se convierten en verdaderas obsesiones cíclicas que no me dejan estar en paz con todo lo que soy.

Podría simplemente decir que nada importa, y como tal, que cualquier decisión es futil. Sin embargo peco del mal de todos los mortales, la ilusión. Tal vez, sólo tal vez, cuando deje de ser mortal, cuando alcance el terreno del superhombre nietzscheano o cuando asuma mi calidad de artista generador de caos frente a la vida, pueda desprenderme de la ilusión. Pero no sé si eso ha de suceder.

Soy como Horacio Oliveira, el hombre que busca eternamente algo que le signifique en su vida, es el hombre que ha buscado en libros y más libros la justificación de su existencia y que no encuentra sino en la Maga, el ser etéreo, sencillo, simple e ignorante, la potencial salida al abismo de su angustia, y soy como Horacio Oliveira porque el conocimiento me ha maltaratado demasiado, porque ya no puedo renunicar a lo que soy y pretender vivir en un mundo feliz y, sin embargo, aún conservo el dejo de ilusión propia de los sueños primigenios, de cuando aún era posible creer en algo y aún ahora quiero que ese mundo regrese y pueda yo creer en algo también.

Estoy en el limbo... en no saber si lo que quiero existe siquiera, en no saber, como Oliveira, qué es exactamente lo que quiero. Y me pregunto otra vez, como al principio, como en el resto de esta vida absurda y cíclica, si es que la equivocación se puede medir en el tiempo mortal del que no puedo desprenderme, cuánto tiempo más estaré equivocada...

sábado, 8 de septiembre de 2007

Rayuela capítulo 7 (voz de Julio Cortázar). His voice.

Es la Maga, la Maga quien inspira las palabras de amor en las que se describe lo sublime y perfecto de un beso. Rayuela, sobra decirlo, es una de las novelas más importantes durante el siglo XX para la literatura latinoamericana, en parte creadora del tan sonado boom y llena de ideas de vanguardia y retos para lo academicista. Horacio Oliveira vive su vida en la eterna búsqueda ede algo desconocido; detrás de sus charlas intelectuales con sus amigos, quiere encontrar en la Maga aquéllo que el conocimiento de los libros y de la vida le han negado. La Maga es eso, magia, la posibilidad de un encuentro con algo más sencillo y más feliz. Las palabras que le dice a la Maga, el deseo de encontrar el beso perfecto, mainfiestan la búsqueda constante que hay en Cortázar en muchas de sus historias; la Maga tan perfecta, tan sencilla, tan inasible, la que puede hacer que el amor renazca en un mundo desesperanzado y triste. La boca de la Maga, capaz de hacer que todo renazca de manera sencilla, en un lugar donde una caricia crea de nuevo el universo bajo una nueva forma. Quién no quisiera ser como la Maga, cuando menos, por unos momentos...

lunes, 3 de septiembre de 2007

La lucha imparable y eterna en la Revolución Mexicana: estampas literarias de una realidad terrible.

“Mira esa piedra cómo ya no se pára….”[1] Dice Demetrio Macías, personaje de Los de abajo para referirse a la revolución, “¿Por qué pelean ya, Demetrio?”[2] le había dicho su mujer segundos antes, pues pensaba que su marido había conseguido lo que quería, que la lucha en ese momento ya era inútil. Pero a pesar de los hechos, el ímpetu por la lucha seguía activo.

La lucha por la revolución, poco a poco, se convirtió en la inercia de una piedra que alguien aventó y que, por diversas causas, ya no se puede detener. La Literatura de la Revolución, en especial la testimonial, plantea este lado del movimiento armado en algunas de sus muestras. Para ejemplificar, tomo algunos casos específicos y pertinentes que son Los de abajo de Mariano Azuela, ¡Vámonos con Pancho Villa! de Rafael F. Muñoz y Tropa Vieja de Francisco L. Urquizo. Estas novelas, a través de algunos de sus personajes, muestran cómo la revolución se convierte en una lucha constante e ignorada de los ideales que iniciaran el movimiento.

En Los de abajo se presenta claramente cómo la gente se ha unido a la revolución por causas completamente ajenas al movimiento, por ideales que son individuales y que se adaptan a sus necesidades particulares. El grupo de Macías empieza a moverse porque los federales los persiguen y saben que si se quedan los van a agarrar, después de este hecho se convierten en revolucionarios y evidentemente su decisión no está ligada a la causa de la revolución, sino a defender sus propias vidas. Eventualmente, la lucha se convierte en su único e incuestionable modo de existir: "Porque si uno trae un fusil en las manos y las cartucheras llenas de tiros, seguramente que es para pelear. ¿Contra quién? ¿A favor de quienes? ¡Eso nunca le ha importado a nadie!"
[3]

¡Vámonos con Pancho Villa! ejemplifica la forma en que los revolucionarios a veces sólo pelean porque no tienen nada más en su vida, por lo menos nada a lo cual retornar después de acabada la lucha, esto es lo que le pasa a Tiburcio, quien después de perder a su esposa e hijos, no tiene otra cosa que hacer más que pelear en la revolución al lado de Villa, quien le ofrece, al menos, la compañía de la gente y el disfraz de un ideal pues le dice que específicamente lo ha buscado a él. Dice Villa: "-Ahora sí te quiero, porque vamos a una lucha sagrada: vamos a vengar a todos nuestros hermanos que han caído en esta pelea contra Carranza, porque son los güeros del otro lado los que lo están ayudando para que nos acabe."
[4]

Y Tiburcio no está convencido del todo, aquí lo que en realidad lo hace irse con Villa es ver que ya no tiene ninguna otra opción, cosa que Villa le ayuda a tener muy en claro: "Pero haces falta, necesito todos los hombres que puedan juntarse, y habrás de seguirme hoy mismo. Y para que sepas que ellas no van a pasar hambres, ni vana sufrir por tu ausencia, ¡mira!
Rápidamente, como un azote, desenfundó la pistola y de dos disparos dejó tendidas, inmóviles y sangrientas, a la mujer y a la hija."
[5]

La revolución en esta novela es también vista como una forma de escapar a la pobreza y a su situación habitual; al estar peleando, en campaña, los hombres tienen la libertad de comer donde sea y cuando sea y de tener las mujeres que se les antoje. Los revolucionarios de Villa llegan a los pueblos saqueando y matando, sólo para satisfacer sus necesidades y mantenerse vivos.

Tropa Vieja presenta el caso de Espiridión Sifuentes, un hombre que se encuentra peleando en la revolución, igual que muchos otros, porque no le quedó otro remedio, con la diferencia de que él está peleando de lado del ejército gubernamental. Esta característica es importante pero no necesariamente para diferenciar un bando de otro, ya que, al contrario, demuestra que, primero, es el pueblo el que pelea y que sigue defendiendo ideales totalmente ajenos a la lucha revolucionaria encabezada ideológicamente por la burguesía, y también, que al pueblo le ha tocado pelear porque no tuvo forma de escoger no pelear. Espiridión, finalmente, encuentra en el ejército muchas cosas que también encuentran los revolucionarios en sus pelotones, esto es, una forma de vida no tan miserable; ve que puede mandar dinero a su familia y se da cuenta de que puede encontrar la manera de que le vaya bien, mejor quizá que si se hubiera quedado en su pueblo: "Mi vida era otra muy diferente de la anterior; no tenía obligación de ir al cuartel de San Pedro y San Pablo, en donde se alojaba el batallón, más que hacerme presente en las listas de las seis de la tarde o en la mañana a recibir haber."
[6]

Por otro lado, Espiridión espera que se acabe la revolución para que los rebeldes triunfen y eliminen al ejército, sólo así podrá abandonar esa lucha a la cual en ese momento no puede escapar. Cabe destacar que todas las acciones de Espiridión no suceden por causas concernientes al bien del país, o siquiera, a un móvil nacionalista por el cual pelear, sino por su propio beneficio.
En Tropa Vieja se presenta ampliamente el hecho de que es el pueblo el protagonista de las batallas más cruentas dentro de la revolución y que tanto los miembros del ejército como los batallones revolucionarios están conformados por el mismo pueblo, (el hermano de Espiridión está luchando del lado de los revolucionarios) y no hay modo de distinguir unos de otros, a no ser por el uniforme.

El pueblo que pelea es el que menos comprometido está con los ideales de la revolución, ideales que en realidad buscan beneficiar sólo a algunos cuantos. Entonces, la causa de la lucha ha perdido (dudosamente alguna vez lo tuvo) todo el sentido nacionalista y heroico que frecuentemente se le adjudica a la lucha revolucionaria y lo que vemos es que los revolucionarios son muchas veces grupos de campesinos que se han juntado porque la pobreza o la injusticia no les permite vivir y prefieren irse a investigar qué les ofrece la lucha armada, pero no porque estén comprometidos con ideales específicos en cuanto a la conformación de una nueva nación.

Y es que esta lucha revolucionaria, la que se hace porque no hay nada más que hacer, no tiene modo de parar, aunque se quiera. Demetrio ya no quiere detenerse, porque ya no tiene nada, su modo de vida en sí era la revolución; Tiburcio no abandona a Villa porque ya no tiene nada a lo cual regresar, incluso cuando le ofrecen tierras y su libertad a cambio de la ubicación de Villa, él no las acepta, porque ya no tiene nada que forjar y nada le parece satisfactorio a no ser la eterna lucha revolucionaria por un ideal perdido.

Así, la revolución mueve a la gente y no deja que ésta se detenga, es como una plaga, algo que no puede detenerse con facilidad. Así, seguirá el saqueo y el robo y la lucha en busca de la satisfacción específica de necesidades. La revolución es efectivamente esa piedra que alguien avienta y que no se detiene, porque el ideal no importa, sólo importa la inercia natural del impulso inicial, sólo importa la lucha y el hecho de saber que si se deja de luchar ya no hay ningún lugar al cual voltear para establecerse.

Tiburcio y Demetrio mueren antes de poder detenerse y Espiridión, de cierta forma, también muere, pues al perder su brazo, ya no puede hacer nada, él dice: "¡Qué diferencia de mujeres y también qué diferencia de heridas! En aquel entonces fue un rozón nomás en una pierna y ahora despertaba con un brazo menos. Estaba inválido y ya no volvería más a cargar el fusil. ¡Qué gusto, dejar esa vida y qué desgracia no servir ya para nada!"
[7]

Es decir que antes muere la gente que muera la revolución y siempre se encuentran causas para estar luchando porque no hay nada que hacer sino eso. La revolución es algo incontenible ya, algo que no puede parar porque se ha convertido en un modo de vida más que en un movimiento que proponga un cambio nacional.

[1] Mariano Azuela, Los de abajo, Colección Popular, FCE, 1970, p. 137.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd., p. 124.
[4] Rafael F. Muñóz, ¡Vámonos con Pancho Villa!, La serpiente emplumada, Factoría Ediciones, México, 2001, p. 96.
[5] Ibíd., p. 98.
[6] Francisco L. Urquizo, Tropa Vieja, Populibros “La Prensa”, México, 1974, p. 173.
[7] Ibíd., p. 224.