jueves, 11 de septiembre de 2014

La puerta de salida


1. Ver llover

He estado mirando hacia la ventana por largos lapsos desde hace algún tiempo, no es que tenga un paisaje espectacular que ver, pero de unos días para acá me gusta ver llover. Hace unas horas me ha despertado la lluvia, el chisporroteo constante incrustado en el aluminio y los vidrios de las ventanas cortaron el sueño y descubrí, no sin tristeza, que es tu nombre el primero que sigue apareciéndose al despertar. Me levanté y vi llover, las gotas salpican los toldos, parecen vivas a través de las luces, cambian su consistencia a la vista y se transforman en materia sólida como insectos danzantes sobre la luminosidad. No sé por qué me acuerdo de ti aún más cuando veo llover. Quizá es porque la última noche que pasamos juntos llovía, porque me despertaste pues pensaste que ya se nos había hecho tarde. Estaba oscuro y llovía; las noches de agosto suelen ser lluviosas y muchas de las nuestras, las trascurridas en hoteles, lo fueron. Yo despertaba con frecuencia justo a la mitad para escuchar llover y para mirarte dormir, una delicia indescriptible, una ternura que hoy duele. Ahora sólo veo llover y me invade una calma que se instala en mis ojos con la brisa de la nostalgia y acaso, a veces, con un aroma que mi memoria reproduce. No hace mucho que disfruto ver llover, tal vez desde la ausencia, estos meses deberían haber sido suficientes para entender que nadie me espera en la cama, pero no ha sido así. Entonces veo llover.

Cuando miro la lluvia, frecuentemente pienso en la muerte, no sé por qué, quizá sea su hipnotismo, su frío, su nostalgia; la lluvia produce un estertor ligero que lleva a un estado de reflexión intenso, más que pensar en la muerte como un suceso o un fin, como la antítesis de la vida, la encuentro como un triunfo ante ella, aunque en realidad no lo sea. La muerte, esa única y verdadera renuncia, la respuesta cuando todo, al fin, puede perder sentido. Pienso a veces que hay muchas cosas peores que la muerte y que una de ellas es la pesadez de la vida y ser un cobarde que no tiene el valor para terminarla: seguir viviendo en alienación, sin posibilidad de triunfo y tener que acostumbrarse a eso. Entonces veo llover y la falta de movimiento nocturno entre la cadencia del diluvio me calma. Para todos llueve igual, pienso, me consuelo.

También está lloviendo dentro de mí, de una forma un poco distinta. Esa lluvia no es liberación ni limpieza, esa lluvia no tiene por dónde escapar si no es a través de unas cuantas letras que consiguen fugarse. No sé muy bien si tengo una razón para escribir ahora con el pensamiento volcado en tu persona, escribir sabiendo que no hay tapujos ni indirectas, que todo esto es para ti y que disfrutar y mostrar mis carencias es también parte de mí. Pienso que quizá sólo necesito decir porque si digo puedo fluir como fluye la lluvia, que si me quedo callada, el agua que de por sí pueblan mis pulmones puede ahogarme, que los caudales están llegando a la altura de la garganta. Siento que debo decir todo lo que siento para no olvidarlo, no para intentar no sentirlo, sino para sentirlo otra vez y trascenderlo. Seguro fracasaré, porque eso es lo que hago, esperar inmóvil a que el mundo deje de ser tan terrible, esperar estática sin poderme acoplar al movimiento del resto de los seres. Ser espectadora, ver llover, porque me creo poseedora de un destino que me deja quieta, echada en el pasto o mirando sin ser partícipe del mundo, pesando, porque tengo un defecto irreparable que nadie podrá si quiera intervenir.

2. La piedra en la cima

Pocas veces reparo en la nula compasión de los transeúntes, pero cuando uno llora en el transporte público todos voltean la cara hacia otro lado. No necesito la compasión de nadie, estoy segura de que todos guardan penas más grandes, pero es abrumadora la sensación de afrontar la tristeza y, de paso, el desinterés. Debo acostumbrarme a eso, al desinterés, a que uno puede ir por la vida en agonía o no y da lo mismo. Hace algunos meses me sentía capaz de dominar el mundo, lo sentía así porque estabas tú ahí, haciendo vida conmigo. ¿Qué es eso de hacer vida?, me pregunto mientras regreso a mis antiguos hábitos, a ir a Starbucks a llenarme de una soledad engañosa, a rodearme de otros que pretenden leer o trabajar, voy a leer nada más, hasta que el muchacho que recoge los envases vacíos me pregunta si no voy a consumir algo. Regreso a lo que siento que es mío desde antes de conocerte: la escritura, aunque ahora esta tenga todo que ver contigo, aunque no pueda desenterrarte de las cosas más mínimas que realizo. Regreso a rituales perdidos, a remendar fracasos declarados, a cubrir todas mis paredes con imágenes, por puro miedo al vacío. Y entonces, ¿qué fue eso de hacer vida contigo? Un engaño, una mentira que entonces me había fabricado a mi antojo y que creía y disfrutaba.

No es que esté descubriendo el hilo negro de nada, deberíamos estar acostumbrados al derrumbe, pero, por alguna extraña razón, aunque sabemos de finales inmediatos, creemos en las promesas y en esas cosas que luego dice la gente, frases que involucran el temido: “para siempre”. Mentiras, deberíamos acostumbrarnos a las mentiras y, sobre todo, a entender. Entender que la desesperanza es el pan de todos los días, que el fracaso es la única agua que nos quitará la sed porque la sed es generada por las esperanzas, que las esperanzas también son alimañas que no necesitamos en la vida, que siempre –otra vez el siempre- hay que tratar de romper los ciclos, que nada permanece, que todo es mutable, que las lágrimas de hoy, por cierto, tampoco serán eternas, que quizá el día de mañana serán sonrisas en algún momento y que esas sonrisas también terminarán.

Todo se derrumba. Pero el derrumbe implica nuevos comienzos, es la inercia de la vida, esto: recomenzar o renunciar. Así que he comenzado a hacer otras cosas, engañada de nuevo, pensando que todas ellas las hago por mí aunque secretamente sea tu sombra quien las impulsa. Mejor eso que renunciar, mejor hacer de cuenta que algo, aunque otra cosa y entrar al mundo del simulacro, mejor intentar que enloquecer y deprimirme. Me hice un tatuaje porque me di cuenta de que no quería seguir viviendo sin hacer lo que realmente quería. No soy una persona que se aferre a los símbolos, pero pensé que el tatuaje podía simbolizar la transformación y decidí que iniciaba una nueva etapa en mi vida, sin ti. Una etapa que también contempló el pelo de color rosa y la desesperación por atiborrarme de actividades los sábados para que la rutina establecida contigo no me atormentara en la soledad. Por fortuna ya no guardo cosas de ti, por fortuna nunca dejaste cosas tuyas ni me hiciste regalos, sólo guardaba en el clóset tu cepillo de dientes y tu fotografía. No quiero volver a saber de ti, no quiero saber que tu existencia funciona a la perfección sin mí (lo sé, lo sé bien pero no deseo enterarme a cada rato). Sé que en esta vida todo desaparece, caduca, igual que caducó el amor. Entiendo muchas cosas, pero entender no significa dejar de sentir.

Sin embargo, sigo regresando a ti. No sé cuánto tiempo lo seguiré haciendo. Me compré una bicicleta aunque no sabía andarla, me hice el propósito de aprender y lo hice. Me compré una bicicleta porque tenía que subsanar el vacío de alguna manera, porque tenía que ser todo eso que no era, todo eso que no fue suficiente para que te quisieras quedar aquí. Sé que es absurdo, que por saber andar en bici no me vas a querer de regreso, que aunque tú mismo dijiste: “ella no es mejor que tú”, las decisiones que hace el corazón no se basan en las mejorías o expectativas que uno mismo, por superación personal, puede alcanzar. No me resigno, alimento mis fantasías con placebos, pienso todos los días qué fue lo que hice mal y camino de nuevo las expresiones, las promesas, todas las cosas que pasamos; pero nunca encuentro respuesta. La duda es un insecto venenoso que repta desde adentro de mi ser, que me rasga, que involuntariamente sigo alimentando. Me digo que mientras pueda escribir, estará bien. Quizá algún día pueda escribir un libro en el cual logre inmortalizarte y al mismo tiempo enterrarte, aunque el simple hecho de escribirlo implique la imposibilidad de ponerle fin a todo aquello.

3. El jardín del dolor

Llevo varios meses durmiendo en este cuarto, en este departamento alquilado para que por fin pudiéramos estar juntos más tiempo, en este cuarto que compartimos solamente dos noches, noches en las que (y esto apenas lo supe hace poco) ya estabas con ella también. Llevo varios meses con la cama en la posición que sugeriste, con la cabecera lejos de la ventana, para que no entrara directo a la cara la luz matinal, esa posición a la que ya nunca llegaste a dormir conmigo. Este cuarto vio aquel derrumbe antes de que yo lo viera. Y ahora, de vez en cuando, reviso mi librero y ese lugar que había reservado para colocar los vasos de vodka-tonic para cuando estuviéramos ahí escuchando la música que te gustaba y que yo fingía que también me gustaba.

Y la lluvia sigue llenando el escenario nocturno, y regreso a pensar en la muerte y en cómo yo no podré llegar a ella, por falta de convicción. Pienso, sin embargo, en ella y en, por ejemplo, aquellos suicidas gloriosos que lograron asumir la renuncia total y se despojaron de todo lo que les estorbaba, yo no soy así, no puedo serlo. A mí me seduce la muerte, pero siempre he estado llena de una cobardía inmensa y nunca he podido tomar el destino en mis manos y renunciar. Quizá por la no renuncia es que escribo, porque la no renuncia implica la convivencia constante con un cierto tipo de dolor que se va sembrando y cuidando, como un fruto que alimenta y que es lo único que me otorga esa pizca de eternidad que tanto deseo. El dolor es algo que he tenido que aprender a cargar a cuestas. Duelen muchas cosas, cosas que estaban bien cuando se supone que éramos algo, cuando yo creí que ese “algo” no iba a terminar. Cosas como las canciones, los lugares o las palabras, y cosas importantes, o que en su momento lo eran: el lugar que tomabas en la cama, los soliloquios antes de dormir, la forma en que te gustaba preparar los tragos, amén de tu olor, tus ojos, tus manos, todas las cosas que eran una extensión de ti. Ese dolor no se ha diluido con el paso de los meses, pero he tenido que acostumbrarme a que nada en la vida es como lo quiero, que por más que me esfuerce no hay garantía de tener éxito. 

Han pasado los meses y no encuentro la manera de sentirme mejor, siento el golpe en el estómago cada que por casualidad sé algo de ti, porque sé que tu vida no me incluye, porque me recuerda el desprecio, el olvido, el alejamiento muy en contra de mi voluntad, de todo lo que hubiese podido desear. Me hierve la sangre y el pecho se comprime con tan sólo ver que todo lo que yo era para ti se convirtió en despojo, que el error se cierne sobre mi ser y me atraviesa. Así es la vida, no es que me queje, no especialmente. Quizá sea que, incluso, no quiera sentirme mejor, y por eso sigo buscando cosas que sé que me causarán ese efecto, quizá es que he decidido, mejor, cuidar mi dolor porque es la única cosa propia que me ha dejado un extraño, la única cosa que tengo bien enraizada en todo lo que soy. Te pienso todos los días, te sueño y me es muy difícil regresar a la realidad porque es una realidad en la que no existes, no para mí, nunca para mí.

Es muy sencillo, no quería pasar por el rechazo otra vez. Creí que tu manera de quererme era la adecuada, lo que fuera estaba bien para no tener que pasar por eso de nuevo, tu amor tan en silencio, sepulcral, de a poco; creí que era preferible eso a volverme a enfrentar con el rechazo, con el abandono. Pero si uno teme algo lo suficiente puede llegar a conjurarlo, a hacerlo realidad: tanto temí que te fueras, aún sin decírtelo, tanto temí que me rechazaras que conjuré a esa otra mujer, que te hizo no optar por mí. Saberte para siempre lejos es uno de los más grandes dolores, si es que el dolor es cuantificable. Me exiliaste, decidiste de nueva cuenta algo que no era yo, me relegaste a la nada, a la desaparición, a ser ni siquiera un recuerdo (los recuerdos compartidos son cosas que no existen). Y aquí estoy, en algún lugar del mundo, lejos de ti pero sin dejar de pensarte, viviendo como si nada, pero muriendo un poco, sólo un poco, desgraciadamente, a causa del fracaso y la distancia, de nunca haber podido ser lo suficientemente lo que sea, para que quisieras estar junto a mí.

4. Recuerdos nuevos

No pedía mucho. Solo quería la eternidad. Siempre supe que nunca tendríamos un romance tórrido y apasionado, que jamás me dirías palabras de amor y que siempre me mantendrías al margen de tu gente, que si habías logrado presentarme con tus amigos, debía darme por bien servida. Lo acepté. Un día en que regresé de Guanajuato y nos encerramos en un hotel del centro, tenía la vista clavada en el techo de vigas de aquella construcción deprimente mientras te escuchaba decir cosas como que a ti lo que te importaba era la filosofía, literatura, la música, pero las mujeres no, el amor, tampoco. Desde ese día en que lloré mientras hablabas –cuando quizá no te diste cuenta-  acepté una posición desfavorable, esperando que nunca cambiaría, acepté que yo no necesitaba eso que todos tienen o a lo que todos aspiran porque te tenía a ti y tu presencia, que, aunque extraña, pausada y desagradable, iba a ser constante. La eternidad, sólo eso quería. Y el mundo se vino abajo.

Por un lado entiendo, pudimos haber sido cordiales por el resto de nuestras vidas, teniendo “eso” que quién sabe qué era. Pero decidiste enamorarte de alguien más, probaste que quieres estar con alguien y hacer lo que todos hacen, hacer vida, planear cosas, compartirlo todo, no avergonzarte de que todos sepan que la amas, en fin, lo que hace todo mundo y lo que nunca hiciste conmigo, ni por mí. Pudimos haber sido cordiales para siempre, seguro, mas llegó el momento de decidir y decidiste no conformarte conmigo. Lo entiendo, a partir de ahora tengo que fabricar recuerdos nuevos, unos que me digan que todo estaba, en realidad, bastante mal, que esto no tenía manera de triunfar, y sobre todo, creerme esos recuerdos y entenderlos como ley universal. Pero entender, le haga como le haga, no significa alejar el dolor, ese dolor de saberme insuficiente, de que en ese punto de decisión no optaste por mí, de que a pesar de haberlo hecho todo bien, no fui suficiente para que quisieras quedarte. Ese dolor, esa certeza abrumadora es algo que se ha encarnado en todo lo que soy y que me recuerda mi fracaso a cada respiro, respiración seca, de sal, de polvo, un esfuerzo muy grande para mantenerme a flote.

A veces quiero renunciar pero no puedo, lo he pensado muchas veces, pero no me atrevo. No puedo agarrar la caja de somníferos y tragarlos todos, no puedo ahorcarme desde alguna escalera, no puedo cortarme las venas. Mi biografía es la del fracaso constante y el dolor, no la de la muerte. Muerta yo, nada más existiría, podría disfrutar del estatismo sin culpas. La muerte siempre simplifica las cosas, no nos deja pensando que es nuestra responsabilidad  ser o no de una o tal manera, ella lo forma todo a su deseo y nunca tenemos injerencia con ella, la aceptamos y punto. Pero todo aquello que creemos que depende de nosotros, eso sí que es complicado, el intentar alcanzar un sueño, el querer llegar a una cosa, el desear que alguien se fije en nosotros, etc., todo eso que depende de uno es lo más difícil. Y la cobardía: que viniera la muerte y en sus ojos tuviera mis manos, que viniera la muerte y pudiera tomarme limpia y para siempre. La muerte, la eternidad. Todo eso que no está bajo mi control, ni las promesas.

Además del fracaso, la escritura es mi destino constante, la palabra sobre un dolor que tengo que mantener a flote porque si lo dejo dentro se transforma en una penumbra con garras. Mi fracaso es verte feliz, llorar un poco de cuando en cuando, destrozada, con la ilusión rota pero siempre a nada de resarcirse. Así soy yo: todo lo que no quieres, lo que desapareciste de tu vida, lo que permanece consumiéndose y quemándose de tanto amor al rojo vivo, desperdiciado, sin ti, el receptáculo único para todas mis pasiones, el ser que se atraviesa por mi cabeza a diario y me duele a cada paso.

Hay muchas cosas peores que la muerte cuando se es demasiado cobarde para abrir la única verdadera puerta de salida.

Music on: Shiver - Coldplay
Quote: "Un mar de sombra eres, y entre tu sal oscura / hay un mundo de luz amanecido." Alí Chumacero
Reading: La fiesta de chivo - Mario Vargas Llosa

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