sábado, 26 de febrero de 2011

Atardecer

Leonardo salió de su apartamento a las seis de la tarde, una lluvia fina salpicaba su rostro desnudo. Caminó como sin rumbo, fijando la vista nublada en el camino empedrado, con deseos de perderse en esas calles largas. Traía los pantalones sucios rozando con el suelo; en la marcha recordaba que no había tenido tiempo de cambiarse de ropa. En sus ojos miel se perdían las razones de su andar errante y sus labios buscaban las palabras que no pronunciaría.

Un temblor en sus manos le recordaba que no quería llegar a su destino. Que no sea yo, que sea el destino lo que me lleve o me aleje de ella, pensó. La luz blanca escondida entre las nubes aún era capaz de importar esperanzas a su alma, el recuerdo de instantes perdidos le recorría la piel con un toque extraño de dolor mezclado con una alegría nostálgica.


Dobló a la izquierda sobre la calle de Lirio donde una ráfaga le llevó el cabello a la cara. Justo en la esquina dormitaba un vagabundo manco apenas guarecido bajo una teja delgada en una casa. Leonardo se sentía manco por dentro, le faltaba algo y al mismo tiempo le dolía. Es demasiado miedo, se aventuró a pensar e involuntariamente regresó los ojos al vagabundo tratando de verter en la miseria ajena un dolo alojado en su corazón desde hacía días.


Era lunes. Pensó en ella una vez más, suspirando, recreando los eventos sucedidos a su lado, momentos perfectos que parecían una estación robada al tiempo mísero y cruel. En un segundo se dibujó nítidamente en su mente la escena cobarde en que él se había marchado sin despedirse, se odió a sí mismo por haberla dejado con prisas, se arrepintió de no haberse atrevido a llevarla con él. Confusamente, se dibujó una sonrisa en el rostro; en ese momento, mientras se frotaba con fuerza los brazos desnudos, se creyó capaz de actuar.


También, quería hacer sonar el timbre y entrar por el zaguán, mirarla, besarla, despedirse como era debido, de una buena vez y para siempre o sin decir nada, hacer a un lado el dolor de la separación y llevarla con él a Inglaterra, no irse sin ella. Ya frente a la puerta, su cobardía regresó; no fue capaz de cruzar el umbral de la incertidumbre. Se volvió, agitado y confundido al percibir una luz blanca emanando de las ventanas; comenzó el camino de regreso, con rapidez a los primeros pasos, con pesadumbre a los últimos. Abrió la puerta de su apartamento; pasó sus dedos por su cabello largo al tiempo que hacía una mueca de inconformidad y se tendió en su cama para dormir.


El otoño pasó y los días se sucedieron de la misma forma. Por una semana más, Leonardo salía siempre alrededor de las seis a recorrer el camino ya conocido, miraba el paisaje que variar por mínimos detalles. Que Inglaterra espere, se decía, que espere hasta que la vea. Pero siempre al situarse frente a la ceguera del zaguán, se volvía, impotente, a su apartamento; sólo a veces se aventuraba a tocar el timbre, pero siempre huía antes de que alguien abriera. No podía verla, le temía a sus ojos, a la posibilidad, a la despedida y a la verdad. Inglaterra puede esperar un día más. Decía.


Leonardo nunca lamentó demasiado su impotencia porque en realidad no la percibía. Estaba ensimismado en una ilusión, vivía alejado del mundo dentro de una esfera de repetición a la cual no podía poner fin. Soñaba con ella, sí, en cada noche, no sin menos ánimo. Estaba aferrado en el apego pleno y que podía escaparse de ella ni de lo que representaba el sólo hecho de pensarla. Ya no volvía el rostro expectante al atardecer ámbar ni lloraba las lágrimas que, quizá por humanidad, debía llorar. Eso sí, afirmaba que no había un destino predeterminado, sino que él mismo estaba forjando uno, muy incierto, y muy aterrador.


Un día frío, dos horas antes de las seis, ella lo fue a buscar; Leonardo se encontraba en el balcón, fumaba un cigarro bajo el cielo nublado, como hacía todos los días. Él la miró desde la ventana, la reconoció al instante, no era bella, pero era real, simple y sincera, tenía los ojos grandes y nerviosos que contrastaban con su boca pequeña y suave. La miró fijamente por unos segundos y dando un paso hacia atrás fingió no recordarla, ni conocerla; quizá porque la existencia en soledad le había enseñado que los hombres, después de un tiempo, se acostumbran a un estado determinado y ahora él se sentía muy viejo para cambiarlo; aunque no lo estaba, creía que era tarde para empezar de nuevo, sentir de nuevo, incluso amar de nuevo, o pensar siquiera en aceptar el amor como tal. Leonardo, sin saberlo totalmente, regresaba a su ciclo de ilusiones y mentiras.


Ella se fue sin más testigo que la mirada de Leonardo sobre sus pies pequeños y rápidos. Esperó a que dieran las seis y entonces salió del apartamento. Por un momento pensó que esta vez, sin importar nada, tocaría en el zaguán y no huiría. Un extraño temblor lo hizo mover con rapidez. Soplaba un aire suave pero aún frío, demasiado real. Atardecía. Dobló a la izquierda sobre la calle de Lirio y el mismo monstruo naranja de hocico negro se impuso, nublando el resto del paisaje. Tocó el timbre con calma, esperó y escuchó unos pasos acercándose al cerrojo; abrió un hombre. Leonardo preguntó tímidamente por ella, desviando sus ojos hacia el suelo, moviendo los dedos adentro de las bolsas del pantalón. El hombre habló y sus palabras le sonaron estruendosas, le dijo secamente que ella se había ido, que apenas hacía una hora que se había marchado para tomar un avión con destino a Inglaterra, que no regresaría pronto, tal vez jamás.


Leonardo no dijo más, le dio la espalda y caminó de regreso, triste; en el apartamento, por única vez después de días pudo mirar el mismo atardecer con un tinte distinto. Entonces lloró y comprendió que la existencia sin lágrimas no igualaba a la felicidad pero que ese llanto silencioso entonces emitido tampoco se llevaba la tristeza ni lo hacía sentir mejor.


Después se durmió inmediatamente, con la ropa puesta y los ojos hinchados, soñando un poco y odiando otro tanto, creyendo falazmente que el tiempo se llevaba todo, mirando la realidad como algo terrible y lastimero. Por una parte, pensó que era bueno que ella ya no estuviera, esa era la prueba que necesitaba para comprobar que el destino había actuado y la había mandado lejos de su alcance, ignorando su paradero exacto. En el sueño de esa noche, ella reapareció. Leonardo despertó con desesperación, convencido de que esa no era la realidad que quería pero aún impotente para realizar otra, a esas alturas. Volvió a dormir y la volvió a soñar, era una ilusión demasiado bella a la que no quería renunciar.


La mañana siguiente, Leonardo hizo lo que hacía siempre. Antes de las seis observó el cielo, un sol de color naranja descendiendo pausadamente por el paisaje ordinario, a las seis en punto salió rumbo a la casa naranja; la miró por un rato, tocó el timbre, esperó ahí unos segundos y luego se fue, asustado, para reanudar el camino hacia su apartamento, con el mismo pensamiento: Inglaterra puede esperar, que espere hasta que la vea y me despida de ella, de una buena vez y para siempre, o sea cual sea su respuesta. Sonrió con una satisfacción segura. Al doblar la esquina de la calle de Lirio, Leonardo ya no reflexionaba más, sólo sabía que al dar las seis, él se abandonaría para buscarla, no se atrevería a esperarla, por supuesto, y regresaría a su apartamento para seguir la rutina de nuevo al día siguiente. Ya no había una posible respuesta que encontrar, era demasiado tarde, pero la ilusión le resultaba muy parecida a la alegría.


Music on: Famous Blue Raincoat - Leonard Cohen
Quote: Y dije “Quiera, Amor, quiera mi suerte, / que nunca duerma yo si estoy despierto, / y que si duermo, que jamás despierte.” F. de Quevedo y Villegas.
Reading: Un lugar llamado Oreja de Perro - Iván Thays

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