jueves, 14 de octubre de 2010

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

"esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche"
Cesare Pavese

Estaba sentado detrás de ellos dos, en una esquina del cuarto. También he soñado con la muerte, igual que ellos, pero trato de no pensar en eso. Éramos nosotros tres nada más desde hacía un tiempo en una habitación de la que apenas podíamos percibir las paredes pues había poca luz. Pedro se llama uno, el que usa sombrero y tiene barba larga; el otro, creo que se llama Lázaro, él nunca habla conmigo. Están allá, platicando, los escucho bien desde mi lugar igual de oscuro; siempre regresan a la misma conversación sobre la muerte, como si no pudiesen dejarla atrás nunca. 
Pedro se acomodó el sombrero y miró hacia arriba, donde hay una ventana pequeña e inalcanzable.
—Sueño mucho con la muerte —dice Lázaro, mientras se lleva las manos a la cintura.
— Todos lo hacemos… todavía.
—La veo incluso cuando no duermo.
Pedro apenas lo voltea a ver y le contesta secamente:
—Es lógico.
En esa respuesta se resume toda la sabiduría que acaso reina en este cuarto de incertidumbre y tinieblas. ¿Qué es lo lógico? Aún me lo sigo preguntando.
—Me acuerdo que antes la había visto, mucho antes —Lázaro hace una pausa como si su argumento siguiente le fuese a doler. —No sabía que era ella.
Pedro, aún un poco indiferente, le dice:
—Sí, los ojos seguro. —Pedro busca algo en que subirse y así alcanzar la ventana. Sin embargo, sabe que aún de alcanzar a ver lo que había afuera, no le servirá de mucho pues la oscuridad de afuera indica que aún es de noche y no hay tampoco alguna luz en el cuarto de junto.
Lázaro sigue hablando con la mirada hundida en un horizonte imperceptible y el vacío del cuarto se deposita en sus ojos enteros.
—Es que uno no se pone a mirarle las manos a la gente, —dice.
—Sí, yo sí, de vez en cuando, bueno, ya lo sabía. —Contesta Pedro.
—¿Cómo?
—Mi abuelo la vio justo antes de morir y me lo dijo, dejó de ver por un instante y luego abrió los ojos y con una luz distinta, más clara, le alcanzó a ver las manos, tenía sus ojos en la mano, por eso supo que era ella.
—Yo nunca la vi en el momento de morir, fue hasta después y no sentí que me hubiera quedado ciego.
—No sé cómo es, sólo sé que mi abuelo vio sus propios ojos en la mano fría de la muerte, tan helada que de verla a distancia contagiaba el frío, ahí fue que supo que no había remedio; gritó desde la cama del hospital, yo estaba ahí justo cuando pasó, me dijo en un susurro que ella había llegado y también me dijo que si alguna vez la veía, aún en vida, que me fijara siempre en sus manos, que no tuviera mis ojos en las manos.
Estoy escuchando la misma historia, sé lo que vendrá después, pero parece que en este lugar la memoria no es un requisito y ninguno la comparte, acaso yo, un poco y tampoco termino de comprenderlo. Incluso me sucede que no sé bien qué sigue o cuántas veces se ha dicho lo mismo, por eso sigo escuchándolos atento cada que retornan a lo mismo que quizá no es en realidad lo mismo.
—¿Qué más dijo? —Pregunta, impaciente, Lázaro.
Afuera se escucha un ruido, ambos voltean a ver lo que parece ser una puerta, el ruido, parecido a unos pasos cesa de pronto.
—Nada —contesta Pedro y luego vuelve los ojos hacia mí pero no me mira, sino que busca algo a través de la pared que tengo detrás. —Nada —repitió de nuevo, —Mi abuelo dio un respiro muy largo antes de morir, se estremeció ligeramente y luego otra vez nada, dormido, y tieso. Así es la muerte para los vivos; mientras que para nosotros es un espasmo, para ellos es un gran evento.
—Aún da miedo, eso, morir pues, verla frente a ti.
—Terror. Uno piensa que es sólo miedo pero es un miedo muy antiguo. Si, terror, deseo de escapar y saber que no hay salida. Yo tampoco me acuerdo bien cómo morí, sólo sé que me vino a la mente la imagen de mi abuelo pero no pude gritar, ni tampoco dejé de ver, era como haber visto a la muerte ya desde muerto no desde vivo como le pasó a él.
—Yo también la he visto, la veo mucho, a cada rato y a veces hasta puedo ver mis ojos que cuelgan de sus dedos y desde ahí veo todo lo demás, sigo el movimiento de sus pasos desde mi posición, y veo el piso, la gente, toda esa gente que la ve y la ignora, veo desde ella, desde su mano nada más, como si yo ya no estuviera en mí.
Luego se hace un silencio en que intercambian miradas de profunda angustia como si en ellas encontraran la verdad que tanto anhelan conocer. Pedro se frota los brazos, parece que tiene frío. Lázaro, se ha ido hacia la pared de atrás, hacia donde estoy yo.
—Entonces, ¿cómo fue la vez en que de pronto la viste y supiste que ese era el momento? Aparte de los ojos, ¿hubo algo más?
—Creo que la hora se conoce cuando la verdad es demasiado evidente. A mí me pasó eso. Aunque no sé, ya te dije que no me acuerdo bien.
—La verdad es muy pesada.
—La verdad es perder los ojos ante la muerte, así me gusta pensarlo porque ella está en todos lados, desde que estamos vivos pero no lo sabemos y es sólo cuando la verdad es muy fuerte que podemos verla y entonces, lo irremediable: morir.
—Es un silencio muy grande, la verdad.
—Si, por eso este es un secreto muy bien guardado, porque pertenece a los muertos. Creo que si a mi abuelo se le alcanzaron a escapar esas palabras fue tal vez por un error. Ya ves, nada es perfecto, ni lo incomprensible lo es.
—Oye, escucha, parece que por la escalera baja alguien.
—Sí, ahí viene otro.
La escalera de la que hablan está lejos de nosotros, en el otro cuarto que se cierra por afuera y que sólo cuando se abre se distingue el óxido de sus peldaños desvencijados y viejos. Entonces se abrió la puerta y en el espacio mínimo que separa la puerta de los escalones cae un hombre, se revuelca y luego se queda quieto. Tiene los ojos abiertos pero parece no ver nada.
—¡Despierta! —le grita Pedro.
El hombre ha despertado, mira hacia todos lados con angustia, tiembla y tiene miedo.
—Todavía no ve nada —.
—Despierta bien, anda —.
Luego de unos segundos, el hombre aún tirado en el suelo, más tranquilo y con menos espasmos grita:
—¿Mis ojos? apenas puedo ver lo que hay aquí pero la vi, era ella. Su mano se acercaba a mi rostro y luego la volví a ver ya más lejos, y mis ojos como unas bolas heladas igual que sus manos, colgaban de sus dedos.



Music on: Sprawl II - Arcade Fire
Quote: "Todo hombre es como la luna: tiene una cara oscura que a nadie enseña" Mark Twain
Reading: Los versos satánicos - Salman Rushdie

1 comentario:

Fernando Brambila O. dijo...

Buen cuento, me gusta la imagen central de verse uno mismo en su propia muerte.