sábado, 3 de noviembre de 2007

A las tres de la madrugada...

A las tres de la madrugada, aquí, detrás de mi ventana, el cielo nublado y el aire frío que mueve los árboles, el edificio de enfrente, las tres de la madrugada; es a las tres de la madrugada que espío su ventana desde mi ventana y me pregunto si lo ha matado ya, si acaso ha bebido también su sangre, porque siempre se ponen a discutir a esta hora, que es cuando él llega. Se ilumina el cubo de su departamento, una luz entre cien ventanas apagadas; él la golpea y ella baja la mirada con sumisión y llora unas lágrimas de dolor oscuro e incomprendido mientras se arrincona en la otra habitación. Pudiera escapar, pero no quiere, porque algún día lo matará, ella me lo ha dicho, me lo dijo esa tarde lluviosa en que nos tocamos bajo las sábanas limpias de su recámara, esa recámara que conozco muy bien; me lo dijo la mañana soleada en que amanecimos en su sofá desnudos, después de confesarnos la vida entera en una noche, cuando él no estaba en la ciudad. Un día lo matará, sólo espera el momento justo para hacerlo, y yo le creo, le creo a sus ojos tristes, a sus manos frías, a su cabello largo; le creo a su cuerpo tibio y sus pies pequeños. Tal vez no lo haga ahora, a esta hora, a las tres de la madrugada, mientras sabe que la observo, que puedo mirarla desde mi oscuridad, aunque ella, desde su luz, no pueda encontrarme. Pero no puedo dejar de mirarla, de mirarlo a él, de odiarlo un poco, de envidiarlo más, a ratos, sólo por tenerla cerca ahora. He querido intervenir, hacerle saber que ella es más grande que cualquier razón humana o cualquier sentimiento terrenal, he querido salvarla, pero un mortal no puede salvar a un dios y ella me ha dicho que tiene que ser así, que ella misma terminará con él. Entonces regreso a mi cama cuando sus luces se mueren de nuevo y ella regresa también, temerosa, a la cama que comparte con aquel que le da la espalda en el lecho. Y yo sueño, sueño solo, sólo con el día en que ella se dará el festín tan ansiado y lo matará, y beberá su sangre, y guardará sus miembros destazados en el clóset, o en la basura, o en su propio cuerpo. Y entonces, en algún momento, en ese momento, a las tres de la madrugada, esas luces no se prenderán y ella podrá ser mía, sólo mía, si el capricho de su deidad no la obliga a matarme y destazarme a mí también, sólo por amarla demasiado.

1 comentario:

Karla Portugal dijo...

Qué puedo decir de este texto si me ha dejado sin palabras. Sólo hay que recordar que para que alguien muera no basta con que no esté, hay que dejar de pensarlo...