En este pueblo no hay más remedio sino morir. Salir y quedarse afuera mucho tiempo implica entregarse a la muerte inmediata; permanecer adentro significa volverse loco antes de morirse de hambre.
Antes del amanecer las calles están vacías; poco después habrá quienes saldrán, por un tiempo breve (porque aquí el día dura muy poco), mientras la luz se mantenga amarilla y antes de que la oscuridad cristalice los suelos una vez más; pero regresarán de inmediato a sus casas si llueve, porque la lluvia es mortal y lloverá, de eso no hay duda.
Unos dicen que es el fin del mundo, pero nadie lo sabe con certeza y no lo pueden explicar; de cualquier modo y de ser efectivamente eso, éste empezó cuando un día el agua que llovió era más densa y dulce. Después siguió lloviendo ininterrumpidamente por días y noches y cada vez con agua más espesa, más dulce y naranja.
Al inicio, la gente se alejaba de la lluvia y no se detenía a investigar por qué ésta había cambiado de color y consistencia, hasta que alguien lo suficientemente valiente (o al menos desesperado) salió a tocar el agua, la probó y determinó que no era agua sino caramelo. Sí, llovía una especie de caramelo suave que paulatinamente cubrió el pueblo en cristal dorado y café. Todo murió; por días enteros llovió mucho y siempre caramelo.
Parecía un sueño, un pueblo tapizado de dulce que con el sol se derretía un poco y todo lo dejaba pegajoso, más muerto. No había qué comer, sino el dulce mismo que todo lo cubría y la lluvia era mortífera porque venía acompañada del viento tibio que se metía a la nariz y provocaba asfixia y ahogamiento.
Isabel y Santiago, a diferencia de algunos otros que de vez en cuando dejaban sus casas un rato, salieron con la promesa de no regresar, la misma promesa que se hicieron sobre tener una muerte conjunta. Buscaban cubrirse del rocío dulce que les taparía la nariz y los ahogaría lentamente.
Luego de contemplar el amanecer, espectáculo breve y hermoso (porque la muerte también puede ser bella), el cielo se oscureció, y después millones de gotas doradas cayeron de él. Los amantes se cubrieron de dulce poco a poco; se abrazaron antes de que les fuera imposible moverse, se besaron hasta que el aire ya no los dejaba respirar y, jadeantes, con los ojos llenos de lágrimas que se perdían en el cristal oscuro, se entregaron a la asfixia. Inmóviles y en silencio, sus cuerpos esperaron el fin de la lluvia y el frío eventualmente los cristalizó, dejándolos abrazados en el sueño de la muerte.
Después de ellos, buena parte del pueblo se resignó a la idea de la muerte dulce y en los días siguientes, más gente salió a entregarse a la lluvia y a morir por ella; otra parte siguió con miedo y prefirió guardar su vida en sus casas aún sabiendo que de todos modos habría que morir.
Al final, fueron más los que sucumbieron al dulce exterior que a la locura y al hambre del encierro; quizá viendo en el caramelo la posibilidad de una muerte más poética, muchos salieron en la tarde a cubrirse del rocío dorado y mortífero. De esta manera las calles quedaron tapizadas de estatuas doradas y amorfas ancladas en el suelo, más bellas que los cadáveres famélicos guardados en las casas.
1 comentario:
"Vendrá la muerte y tendrá tus ojos": Cesare Pavese.
Así defino la dulzura de la muerte. Por supuesto, con un enfoque distinto al suyo: el mío es extenuado y monótono, el suyo, miríficamente inhóspito.
Fernando Monroy Javier.
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