Dejé el alcohol hace tiempo y no me han dado ganas de volver a él realmente. Se supone que con eso debería haber bajado de peso; conozco gente que deja el alcohol y con eso, sólo con eso, transforma su cuerpo. Para mí no. Hace años aprendí a andar en bici y rápido se me hizo hábito salir todos los domingos a pedalear unas cuatro horas. Mi novio me dijo, entonces, que así seguramente iba a perder peso. También pasa que gente comienza a moverse más de lo usual y pierde peso. Pero bueno, a mí tampoco me pasó.
A los veintitrés hice mi primera dieta y en los siguientes años, intenté no sólo dietas, sino varias cosas que mi falta de constancia y mi llanto continuo (o mi cuerpo, mi genética, no sé) me impidieron concretar: ejercicios crónicos: clases de todo lo que se pueda: spinning, step, zumba, body pump, kick boxing, natación, ejercicios de fuerza. Incluso me compré el famoso lema de que “si no duele no sirve”, y entré en una dinámica de sufrimiento, hambre y privaciones que tampoco me llevaron al éxito. Siempre que bajaba algunos kilos los recuperaba eventualmente. Y sé que esto puede tener muchos nombres: falta de voluntad, de disciplina, de constancia, de aguante, la verdad me da lo mismo. También sé cuánto hice para lograrlo (no es que ame ser una gorda), pero fracasé en absolutamente todo. En algún momento alguien me dijo que si tomaba té de diente de león seguro perdía peso. Comencé a tomar un litro diario. Sólo conseguí enfermar mis riñones. Luego, como el sentido común lo dicta, comencé a hacer ejercicio en exceso, casi todos los días, todo lo que podía y hasta lo que no podía. En dos meses de esos esfuerzos tampoco bajé de peso, en cambio me lastimé las rodillas. Un doctor me dijo que yo no debía hacer nada de esos ejercicios, que tenía un defecto en los huesos y que si seguía insistiendo en la elíptica y el zumba sólo iba a lograr lastimarme más. Y vaya, yo no quería eso, y ni modo, me quedé sentadita admirando la manera en que Murakami, que empezó a correr a sus treintaitrés, hacía maratones, y al hacerlos me recordaba mi fracaso, yo, que a esa edad ya tenía dolor de rodillas.
No tengo madera para lo que se necesita para lograrlo, pensé. Y eventualmente lo asumí, no siempre es ley que si uno se esfuerza logrará lo que quiere, a veces el esfuerzo no alcanza, a veces hay muchos factores que están ahí para impedir el éxito. En esta vida, mientras sea posible, uno puede decidir qué batallas quiere seguir peleando. Yo dejé de pelear; me resigné a que no todos podemos medirnos con la misma vara y que me tocaba asumir el fracaso.
Empecé a pensar muchas cosas, más bien, me di cuenta de que muchas de esas cosas ya las tenía en la cabeza, por ejemplo, mientras contaba mis calorías y me comía mi medio bolillo para el desayuno y mi única tortilla para la comida y me preparaba mentalmente para la lata de atún de la noche; o bien cuando hacía repeticiones en el gimnasio o cuando me bañaba en sudor y también en lágrimas y no se notaba la diferencia. Entonces, un día, todas esas cosas que había estado pensando las escribí.
También hice un recuento de hechos duros y estadísticas, así como de testimonios encontrados por aquí y por allá, tanto de gente conocida como desconocida, y me pareció que era importante complementar mis ideas con estos hallazgos. Comencé a darme cuenta de que mucho de lo que se decía en el mundo sobre el hambre, el ejercicio y el cuerpo ideal estaba equivocado. No tomo refresco y sin embargo soy gorda. Como frutas y verduras y dos litros diarios de agua y eso tampoco parece ser algo que repercuta en el tamaño del cuerpo. Me puse a pensar en por qué si estaba haciendo las cosas bien no tenía éxito. Y sentí que, si no podía arreglarlo ni entenderlo, al menos debía escribirlo.
Poco a poco todo lo que escribí se convirtió en un libro. Un libro que no pretende glorificar el fracaso ni abrazar la mediocridad, sino simplemente contar su historia y sus vericuetos, los errores y trabas, las dificultades; un libro que tampoco quiere justificar, sino sólo decir las cosas como son; un libro que cuenta, que mide y que pesa. Pensé que era importante asentar cómo fueron los procesos y cómo me fui topando con los hechos, también quería reproducir la desesperación y la necesidad de querer entrar en una talla o en un modelo de cuerpo. Yo quería hablar del hambre y de la locura que implica privarse de comer porque la saciedad deja de ser un estímulo normal biológico para convertirse en un mecanismo de culpa; hablar del hambre y de la privación voluntaria por la comida.
El resultado fue La costumbre del vacío, que se publicará con la hermosa editorial LibrObjeto, con quien estoy muy agradecida por haberse arriesgado a tener en su catálogo un libro incómodo y extraño que sin embargo contiene cosas necesarias y dolorosas. Por mi parte, como me cansé de seguir intentando perder peso, enfoqué mis esfuerzos en la escritura, y en que con ella pudiera cerrar un capítulo y así dejar de refugiarme en el vacío como religión, como una costumbre que por ser gorda tenía que obligatoriamente conservar.
Ya para terminar, hay un hecho consignado en el libro que no deja de darme vueltas en la cabeza. Hay gente que muere de hambre en el mundo, porque no tiene nada qué comer; mientras en otros lugares hay gente que tiene todo a su alcance y decide voluntariamente dejar de alimentarse porque hacerlo implica una culpa enorme, una vergüenza, un fracaso. ¿Por qué sucede esto? ¿Qué está tan mal en nuestra sociedad para que la gente se someta a eso? Es una pregunta que no he podido responder completamente, pero al menos he dejado de consagrarme a ese dios del cuerpo esbelto al que se le adora y se le ofrenda con hambre. Escribo estas últimas líneas mientras me como un plato de cereal con plátano y leche, cosa que antes estaba prohibidísimo y me generaba una culpa inmensa. Ya me cansé de estar hundida en tales aguas. Quizá soy una mediocre, si me lo dicen puedo vivir con eso, siempre que me dejen comer.