lunes, 28 de mayo de 2007

Ana

Hold you in my arms, i just wanted to hold you in my arms…

“Cielo, te extraño tanto…” Pero ¿por qué en ese momento no se lo podía decir? La tenía ahí tendida en la misma cama, con el pecho cubierto solo por la ligera sábana, hacía calor, y aún sus pechos dejaban ver sus pezones sobresalientes en la tela.

Se llama Ana, tiene el mismo nombre de mi madre, pero el nombre no hace a la persona ¿cierto? Y ahora ella está aquí cerca, tan cerca y yo sólo la miro mientras traigo en mi cabeza esa canción de Muse que tanto me gusta y que a ella no tanto, i’ll never let you go if you promees not to fade away, never fade away A ella le gustaba la número seis de ese disco, yo no conocía a Muse sino hasta ella y por eso es, creo, que me trae un placer tan extraño esa canción que no se me sale de la mente, la canto y la canto, sólo un pedacito, porque no me la sé toda, es más, no sé ni cómo se llama, pero me gusta.

Y recuerdo todo lo que le dije, lo que pensé antes de cerrar la puerta.

“Ah, Anita, querida, si me entendieras, si no me quisieras tanto, me tengo que ir, mi vida… ¿a quien le hablo? Te hablo a ti aunque me quiera convencer de que le hablo al cielo, a los pósters de Franz Ferdinand y de Placebo en tu cuarto tan chiquito, te hablo a ti, en esta noche que tiene una brisa cálida que me lastima. Te tengo que dejar, preciosa, chiquita, ¿te acuerdas del helado de caramelo que te gusta tanto? No sé, ahora pienso que tal vez fue cruel, pero ya te compré una buena cantidad y te la puse en el congelador, te gusta tanto ese helado y eres tan feliz cuando te lo comes; por eso me gustas, Anita, porque eres sencilla, humilde, porque las cosas pequeñas te hacen feliz… pero yo me tengo que ir y me duele, no sabes cuánto pero me duele. Sale una lágrima de tu cara, ¿será que me oyes? No, pero no me oyes, porque no te estoy hablando, solo estoy pensando, pensando, ¿o ya me oyes lo que pienso? ¿Sabes? No dudaría que lo hicieras. Pero me voy, chiquita, preciosa, me voy. Ya te extraño, ya extraño tu risa y tus ojos grandes, ya te extraño, mucho.”

Me levanto en este momento, ¿cómo no? Si ya me vestí, si ya me despedí, nada de acobardarse.

Y así me miré una última vez en el espejo. Me arreglé el cabello y me puse la chamarra, todo en silencio, cantando la misma canción. Volteé a verla: “Ya encontrarás otro, me duele pero así tiene que ser…”

Suena el celular: “Bueno, si, si, ya voy saliendo, te voy a colgar, no quiero despertarla.”

Otra vez vuelto a ella: “Anita, si entendieras, si no me amaras tanto, así es mejor, en serio, yo también te quiero, te quiero mucho pero ya no puedo, todo es una mentira, ojalá supieras, ojalá entendieras un poquito, aunque fuera la mitad, eres tierna y muy bonita, pero no puedo, no puedo… Pero tengo que cuidarte todavía, no busques las llaves, yo las tengo, no salgas hasta que regrese por ti, cuando todo esto haya pasado…”

¿A quién le hablo? Si en realidad no estoy hablando… la voz, no sé si ya está sólo en mi mente o si he conseguido hablar. “Y no te quiero dejar, preciosa, pero tengo que hacerlo.”

Un par de lágrimas, le lloro a lo imposible. Afuera, el taxi esperaba con la promesa de la distancia y tal vez del olvido. Ana se queda en el cuarto, tal vez si no puede salir no pueda olvidarme…

Pero qué digo… si a veces creo que ya me he olvidado a mí mismo; sé, o creo saber, que llevo años contando esta historia repetidamente hasta el cansancio para no olvidarme de ella, de mi Ana. Lo hago por mí, sí, porque no sé si al contarla la pueda encontrar; tampoco sé hace cuántos años que ella murió…

“Cielo, te extraño tanto…”

miércoles, 16 de mayo de 2007

El instante

No sé
A veces creo que no existimos
Tú y yo nos hemos perdido
Que lo que somos hoy es muy diferente a aquellos días perfectos en que un beso deshacía el mundo y al mismo tiempo lo creaba
Parece que el amor rondó nuestras vidas con la efímera promesa de la eternidad, la promesa de siempre, la irrealizable, la falsa.
Hemos cambiado… creo
Porque la vida no es sino un constante cambio, el movimiento de los besos, tus labios o mis labios
Ahora qué importa que nuestras manos no se toquen, o si tú o yo decidimos amar otros labios, tocar otros cuerpos
Pero ¿sí lo hemos decidido?
O es sólo la inercia que nos lleva a alejarnos para luego regresar cambiados y así ser otros y amarnos otra vez bajo el mismo cuerpo que ya no conocemos
¿Podremos amarnos de nuevo?
De ayer… el recuerdo. El hotel en el centro, la cama y las sábanas blancas, la alfombra, y tú, tus lentes en el buró y el espejo que duplicaba nuestros cuerpos enlazados.
La memoria… mi memoria, la muerte del recuerdo… ¿del amor?
Jamás hubo amor que nos uniera, tal vez fue sólo el momento, el instante… esos segundos llenos de vida, tanta vida, tan desbordantes, que llegaron demasiado rápido a la muerte
Tu cuerpo… y yo acostada sobre tu pecho, mientras platicabas de esa vez que trabajaste en el periódico, tus brazos me sostenían y tus dedos jugaban en mi piel.
Un beso, un amor, un silencio, el aroma de lo que se ha ido, la difícil percepción de lo que éramos. ¿Éramos?
El orgasmo escondido entre mis piernas al roce de tus dedos; tu palabra, sólo tu palabra que ya no recuerdo, que ya murió para nosotros
El beso… cuando siempre buscabas en mí el beso perfecto. Ya no me acuerdo…
Eso éramos… ¿si? Un instante. Un momento en que fuimos y yo con la esperanza de que volvamos a ser, ahora, ya cambiados
El recuerdo, la vida llena de recuerdos, de instantes, la memoria y el cambio. Pero quizá no cambiamos tanto como creemos. Quizá no hay posibilidad de otro encuentro. Quizá sólo hemos despertado

jueves, 10 de mayo de 2007

Atardecer

Y dije “Quiera, Amor, quiera mi suerte,
que nunca duerma yo si estoy despierto,
y que si duermo, que jamás despierte.”
F. de Quevedo y Villegas

Leonardo salió de su apartamento a las seis de la tarde, la lluvia ahora más fina, aún salpicaba su rostro desnudo. El aire se sentía perfumado, ligero, casi dulce.

Caminó como sin rumbo, fijando la vista nublada en el camino empedrado, con deseos de perderse en esas calles interminables. Con los pantalones andrajosos, con el cabello húmedo; ahora recordaba que no había tenido tiempo de cambiarse de ropa. Ni que importara, pensó. Usaba eternamente los pantalones flojos y las playeras desfajadas. Sus ojos miel encerraban el misterio de su existencia toda. Sus labios finos buscaban las palabras que no pronunciaría.

Un temblor monótono le recordaba que, por alguna razón, desconocida aparentemente, no quería llegar a su destino. Hacía frío y sabía con una certeza tan helada como el viento, que no creía necesariamente en el tan poderoso destino y que tampoco podía luchar contra las cosas que inevitablemente pasaban. Sin embargo, esa luz acaramelada importaba ilusiones y sueños bellos que, aunque frágiles, le recorrían la piel con un toque extraño de dolor y alegría.

Dobló a la izquierda sobre la calle de Lirio donde una ráfaga le llevó el cabello a la cara. Se dio cuenta súbitamente, como por producto de una reflexión tan escondida que resultaba casi ignorada, que la vida humana tenía su lugar justamente por encima o por debajo de la línea del dolor, por lo tanto, con seguridad, no podía ser dolor aquello que sentía.

Era lunes, un día flojo y a la vez emprendedor. La noche del sábado había recreado en sueños los sucesos del día anterior (ahora tan lejano y a la vez tan presente); los mismos sucesos que lo habían orillado a estar en ese lugar en ese momento. Sus recuerdos eran tan bellos que en más de una ocasión él incluso dudó que hubiesen sido reales; sin embargo lo eran, tan reales como las gotas de lluvia que lo mojaban todo, tan reales como los latidos veloces del corazón ansioso y pesado.

Se llevó las palmas a los brazos, siguió caminando así hasta llegar a la casa color naranja. Pensó en ella de nuevo, como lo había hecho todo el día. En un solo segundo se dibujó nítidamente en su mente la escena cobarde en que él se había marchado sin despedirse, se enojó por haberla dejado con prisas, se arrepintió de no atreverse a llevarla con él. Confusamente, se dibujó una sonrisa en el rostro; ahora se creía capaz de amar.

Ahora también, quería hacer sonar el timbre y entrar por el zaguán, aún cerrado, mirarla, besarla, tal vez despedirse aunque fuera o bien, llevarla con él a Inglaterra; a esas alturas cualquier opción sería buena. Pero su desdicha y su cobardía no le permitieron cruzar el umbral que buscaba para conseguir paz. Se volvió, agitado y confundido al percibir una luz casi blanca emanando de las ventanas, y así comenzó el camino de regreso, con rapidez a los primeros pasos, con pesadumbre a los últimos. Llegando a su apartamento roído y húmedo, pasó sus dedos por su cabello largo al tiempo que hacía una mueca de inconformidad mezclada con desdicha. Luego se tendió en su cama para dormir.

El otoño pasó y los días se sucedieron de la misma forma. Leonardo salía siempre alrededor de las seis a recorrer el mismo camino, mirando el paisaje que variaba tan sólo por mínimas circunstancias. Que Inglaterra espere, decía, que espere hasta que la vea. Pero siempre o, casi siempre, al situarse frente a la ceguera del zaguán, se volvía, impotente, a su apartamento; a veces, pero tan sólo a veces se aventuraba a tocar el timbre, pero siempre huía antes de que alguien abriera. Sabía, casi inconscientemente, que estaba esperando a que, de alguna forma, ella lo buscara a él y por eso, el vuelo a Inglaterra era aplazado siempre.

Leonardo nunca lamentó demasiado su impotencia ni su situación. Siempre pensó en ella y la soñaba. No entendió tampoco por qué se aferraba tanto a su falsa idea del desapego si nunca lo consiguió, pues era necesario apegarse demasiado para conseguir desapegarse y la realidad era que él se encontraba aún situado en el apego pleno y fuerte. Y tampoco, de ninguna manera, volvía el rostro expectante al atardecer ámbar ni lloraba las lágrimas que, quizá por humanidad, debía llorar. Eso sí, se preguntaba por qué aquello que los hombres llaman destino lo orillaba a esa existencia, esto sólo por engañarse y no afirmar lo que era evidente: que ese destino lo forjaba él mismo.

A veces, cuando sus reflexiones se tornaban un poco más profundas, incluso se preguntaba si la quería, si acaso, en verdad, él podría hacer semejante cosa como amar. Pero esas reflexiones, tan efímeras como los suspiros, comenzaban a la par que llegaba el ocaso, a la hora habitual de hacer el recorrido a la casa naranja que curiosamente, con el sol a medio morir se veía más bien dorada, y la reflexión moría en el camino de regreso, justo cuando metía la llave en el cerrojo del apartamento.

Un día frío, dos horas antes de las seis, ella lo fue a buscar; Leonardo se encontraba en el balcón del apartamento, fumando un cigarro eterno y apreciando un cielo medio nublado con el sol aún en lo alto, como hacía todos los días. Él la miró por detrás de la puerta y la reconoció al instante, tan bella y tan sincera, con los ojos anhelantes y nerviosos, con las manos pequeñas y suaves; la miró, claro que lo hizo, pero dando un paso hacia atrás fingió no recordarla, ni conocerla; ¿por qué lo hizo? Quizá porque la existencia en soledad le había enseñado que los hombres, después de un tiempo, se acostumbran a un estado determinado y ahora él se sentía muy viejo para cambiarlo; aunque no lo estaba, creía que era tarde para empezar de nuevo, sentir de nuevo, incluso amar de nuevo, o pensar siquiera en aceptar el amor como tal.

Ella se fue después de llamar dos veces a la puerta. Él la siguió con la mirada. Esperó a que dieran las seis, y entonces salió del apartamento, con la misma angustia de siempre, pero ahora con más certeza. Por un momento pensó que esta vez, sin importar nada, tocaría en el zaguán y no huiría. Un extraño temblor lo hizo mover con rapidez. Soplaba un aire curiosamente suave pero aún frío. Atardecía. Dobló a la izquierda sobre la calle de Lirio y el mismo monstruo naranja de hocico negro se impuso, nublando el resto del paisaje. Tocó el timbre con calma, esperó y escuchó unos pasos acercándose al cerrojo; abrió un hombre, Leonardo preguntó tímidamente por ella y sus palabras le sonaron vacías y nulas. El hombre le dijo secamente que ella se había ido, que apenas hacía unas horas se había ido para tomar un avión con destino a Inglaterra, que no regresaría pronto, tal vez jamás.

Leonardo se volvió, triste, enojado, regresó al apartamento y miró el atardecer con un tinte diferente. Entonces lloró, lloró y comprendió que ciertamente la existencia sin lágrimas no igualaba a la felicidad pero que ese llanto silencioso entonces emitido tampoco se llevaba la tristeza ni lo hacía sentir mejor.

Así que se durmió inmediatamente después, con la ropa puesta y los ojos hinchados, soñando un poco y odiando otro tanto, creyendo falazmente que el tiempo se llevaba todo, mirando la realidad como algo terrible y lastimero, y por lo tanto, decidido con firmeza y convicción a alimentarse de ilusiones.

La mañana siguiente, Leonardo hizo lo que hacía siempre. Antes de las seis observó el cielo, un sol de color naranja que descendía pausadamente por el paisaje ordinario y a las seis en punto salió rumbo a la casa naranja; la miró por un rato, tocó el timbre, esperó ahí unos segundos y luego se fue, asustado, para reanudar el camino hacia su apartamento, con el mismo pensamiento: Inglaterra puede esperar, que espere hasta que la vea y me despida de ella. Sonrió confusamente pero con una satisfacción bastante segura. Al doblar la esquina de la calle de Lirio, Leonardo ya no reflexionaba más, sólo sabía que al dar las seis, él se abandonaría para buscarla, no se atrevería a esperarla y regresaría a su apartamento para seguir la rutina de nuevo. La ilusión que había decidido continuar lo hacía sentir bien, casi feliz.

jueves, 3 de mayo de 2007

De la soledad y la otredad

Pienso que no somos lo que eramos... pienso que lo que pasó un día, si se queda sólo en mi memoria, puede desaparecer. Si no comunico lo que soy, me da la impresión de que no existo. No es tan raro... esta clase de cosas pasan todo el tiempo. Es sólo la necesidad de reinventarse, crearse, objetivarse; la importancia de la otredad me salta a los ojos y hace que mi alma encanezca, como encanecen los cabellos. ¿Cómo es que la soledad y la otredad coexisten en el mismo momento? El instante, todos buscamos el instante, un momento que nos redima y nos saque de balance, pero que también nos recuerde que estamos vivos. Ese instante, un instante de soledad que debe ser legitimado por los otros para que exista. ¿Cómo hacer para no perdernos? ¿Cómo existir sin dejar de comunicar? La soledad misma existe en función de los otros, del recuerdo de ellos unido al recuerdo propio, de la cosmogonía del otro frente a la cosmogonía propia. Pero si estamos unidos a otros ¿dónde queda la identidad? Por eso no somos nunca lo que eramos, por eso cambiamos, porque los otros nos cambian, porque nos hacen recordar y existir. Si no somos con ellos, no somos para nadie...