Los momentos cruciales no tienen fecha, no se les
puede encasillar. Las cosas más extrañas, aquellas que cambian la vida, llegan
cuando menos se esperan, rompiendo todos los planes y todas las expectativas. Aprendizaje,
así se llama. Y también agradecimiento, muy importante. En su momento uno no lo
sabe, pero eventualmente las piezas van cayendo en su lugar.
Hace un año se realizó la presentación de mi primer
libro de narrativa, en el cual hay mucho de mí, muchos años de trabajo y de
descubrimiento tanto personal como literario. Pensé que quizá tenía que
encontrar una manera de celebrarlo. Y sí, esta entrada es una manera de
hacerlo.
Hace un año, también, durante de la presentación de
dicho libro, esperaba ansiosa la aparición de alguien que, según yo, era
importante. Con el tiempo, es verdad, uno se da cuenta de lo relativo de las
cosas. Grandes cantidades de tiempo pueden ser insignificantes así como un
instante puede ser decisivo. Esa persona ya no es importante. Las
circunstancias nos llevaron a alejarnos y dentro de mi aprendizaje también
entendí que uno solo no puede gobernar la voluntad de dos.
Hace un año, por cierto, tampoco tenía en mente todo
lo que tengo ahora, no podía siquiera imaginarlo: una pareja que me ama sin
condiciones, un familiar menos, otro libro ya listo para probar suerte con las
editoriales, un trabajo diferente, una bicicleta y el amor por andar en ella
por horas, nuevas amistades, más poesía, más proyectos todos los días.
Así pues, no es posible ponerle fecha al cambio, de
nada sirve creer que los ciclos van a cerrarse siempre el día 31 de diciembre,
porque los ciclos se cierran cuando se tienen que cerrar, de una manera, a
veces, incontrolable. Hoy escribo para conmemorar ese hermoso día de la
presentación de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, con uno de los textos que
ahí aparecen, el más personal, el más escalofriante:
Funeral
No
lo conozco señor, pero imagino que está aquí por la misma pena que nosotras.
Tenga un cigarro, yo no fumaba ya, pero hoy he empezado: A mi mamá le dijeron,
días antes de morir que podía comer lo que quisiera, tomar y fumar si se le
antojaba, yo creo que con esto me voy a morir pronto, así que qué más da, voy a
fumar porque me gusta. Cuando nos dijeron eso, el doctor ya sabía que no iba a durar
mucho tiempo y yo, yo tampoco puedo saber si voy a durar. Tome, le ofrezco uno.
Le voy a contar lo que pasó.
Antes
que nada, gracias a Dios que fuimos las dos, qué bueno que así fue, se le tiene
que agradecer a Dios, eso nos enseñaron, porque son misteriosos sus caminos y
sólo él sabe lo que hace. Pero ¿sabe qué? Yo ya no lo creo, así que olvídelo,
no le doy gracias a Dios por nada, ¿cómo puede uno agradecer esas cosas? Aunque
bueno, la verdad es que si no hubiéramos ido las dos, con una sola todo hubiera
sido más difícil, se necesitaba que una fuera manejando hasta el sur y la otra
sacara rápido la silla de ruedas y abriera la puerta del carro. Era necesario
que yo, por ejemplo, cargara a mamá hacia afuera y la sentara con mucho cuidado
porque ya estaba muy débil y de moverse poquísimo se cansaba. Era necesario que
mi hermana cuidara de traerle la jícara por si quería vomitar y le recogiera el
cabello de la cara si lo hacía.
Llegamos
a esa clínica privada que no era una clínica sino un consultorio de gastroenterología
avanzada. La llevamos ahí porque mi hermana, la mayor, dijo que era un lugar
muy bueno. Ya se imaginará usted, que alguien le dijo que otro alguien había
dicho que ahí la tratarían excelente. Y así, como si fuera una sentencia,
accedimos a llevarla pues a esas alturas cualquier opción era buena, cualquier
resquicio de esperanza parecía darnos la solución, parecía quebrarnos la
incertidumbre y alumbrarnos de nuevo el día.
Y
la llevamos por razones absurdas, pues no teníamos otras en qué apoyarnos, por
fe, decían mis hermanas, porque la chica había dicho que “tenía un
presentimiento” y que sentía “en lo más adentro de su ser” que nuestra mamá no
tenía nada de lo que los otros doctores habían dicho, que si después de meses
en el hospital no había pasado nada era porque no estaba tan grave, que seguro
algo podían hacer. Ay, la niñita, la niñita de cuarenta años con el corazón
ingenuo de un infante que cree en los reyes magos nos dejó convencer, creímos
que la habían dado de alta en lugar de aceptar que la habían regresado a la
casa para que se muriera con nosotras y para que no ocupara una cama más en el
hospital.
Eran
ya medidas desesperadas, ¿sabe? pero a veces uno no puede decir ciertas cosas
en voz alta, era una certeza que oscuramente todas conocíamos pero hacíamos de
cuenta como si fuera otra cosa, estábamos instaladas en el mundo del simulacro,
haciendo como si una cosa, aunque se tratara de otra. Yo, por ejemplo, hacía de
cuenta que mi mamá no me había dicho, días antes de que la trajéramos a la
casa: “Ya sé que me voy a morir”, hacía de cuenta que tal frase de angustia y
verdad nunca se había pronunciado, que como yo era la única que la había
escuchado podía hacerla desaparecer. Medidas desesperadas, ciertamente, aunque
me atrevería a decir que más que eso eran intentos fútiles y bien sabidos como
fracasos. Durante el tiempo de agonía de mi mamá optamos por yerbas y medicinas
homeopáticas, buscamos medicinas alternativas con batidos y masajes. Pero ella
todo lo vomitaba, así sólo fuese agua, su cuerpo lo expulsaba trasformado en
una sustancia apestosa y verde, a veces negra, con apariencia a petróleo y
separada por la baba pestilente. Hacía menos de un año la habían operado del
intestino y le sacaron casi la mitad del órgano petrificado, bloqueado y convertido en una bola rígida. El doctor que
la operó, un guapo y joven profesionista con clínica propia, dijo que por eso
no dejaba de vomitar, que después de eso estaría bien. Le creímos, pensábamos
que mamá ya estaría bien. Y sí, estuvo bien unos meses pero luego el vómito
regresó y cada vez era más constante. Ese doctor de pronto dejó de responder
las llamadas. Mi hermana hablaba constantemente usando ya distintos nombres y
frases“¿Se encuentra el doctor Gabriel?”, “Quisiera hablar con el doctor
Gabriel”, “Estoy hablando para comunicarme de urgencia con el doctor Gabriel”.
Pero nada, jamás pudo hablar con él y cuando acaso la secretaria contestaba,
decía que no había tiempo para programar una cita. Nos desesperamos todavía
más. Nos faltaba el dinero, ya sabe usted cómo es esto aquí, había que irse a
formar tempranísimo para sacar una ficha y con suerte obtener una cita para el
mes siguiente. Si uno llega a urgencias y lo ven con una anciana que apenas se
mueve, menos atención ponen. Así es aquí.
Así
que estábamos ya ahí a punto de ver a ese nuevo doctor, un consultorio elegante
y limpio, radiante, pero con todo, sin que inspirara confianza, ya sabrá usted,
que no se necesita ser tan inteligente para saber cuando un lugar tiene esa
buena espina o no. Esperamos casi una hora y mi mamá palidecía, hablaba menos,
de apenas balbucear una frase se sentía cansada, su piel estaba amarilla, sus
ojos ya no lo veían a uno. ¿Sabe? Ese día, por la mañana, antes de que yo me
fuera a trabajar, se despidió de mí y sus ojos ya no me encontraron. Al entrar
al consultorio la vi con pesadez, ahora era un hueso viajante, orgullosa madre
de tres mujeres que antaño echara a andar un negocio y diera de comer a todas,
sin más ayuda que sus ventas, sus tejidos y sus costuras, ahora reducida a
nada.
Apenas
dejamos la sala de espera para entrar al consultorio, vomitó sangre y luego
otra vez esa materia negra, igual como lo había estado haciendo por días. El
nuevo médico era un señor bien parecido, con unos zapatos pulcros y un traje
gris oscuro debajo de su bata, tenía los ojos pequeños y cafés y un gesto que
seguramente podría esbozar una linda sonrisa. Sus manos se veían nerviosas y al
mirar la sangre pestilente no pudo más que hacer un irremediable gesto de
desolación imposible de ocultar de ninguna forma. Mi madre, entonces, pareció
que exhalaba el último aliento, yo lo vi: la vi a ella, transparente,
tristísima y frágil dirigir los ojos vidriosos hacia el techo. Me atravesé de
súbito entre sus pupilas perdidas y el techo, pero nunca pude recuperarle la
mirada, peor que en la mañana, era como si desde ese entonces sus ojos ya
estuvieran vacíos y me hubieran traspasado toda, como si ya no sirvieran
realmente para ver las cosas de este mundo sino sólo otras cosas más difíciles,
profundas, inexplicables.
Minutos
después murió. Lo último que dijo, con mucho esfuerzo, fue que estaba muy
cansada y quería dormir. El médico le limpió la sangre, fue a tirar los trapos
sucios hacia otra puerta pequeña en el fondo del consultorio; mientras, mi mamá
parecía quedarse dormida. Cuando el médico regresó ya no pudimos despertarla,
fue el cansancio, el sueño eterno, que le llaman.
Ni
una lágrima lloró mi hermana en ese momento, y yo, de alguna forma, sentí la
confirmación de que haberla llevado a ese lugar no había sido bueno, y supe al
acostarla en esa cama de plástico cubierta por papeles azules, que tendríamos
que salir de ahí no como habíamos entrado y sentí también un dolor tan
profundo, sentí como si todos los latidos del mundo estuvieran resonando en mis
oídos sin dejarme pensar en nada más, como si el sudor se me estuviera
acumulando en los poros para siempre, me sentí pesada y abstraída del mundo, se
me olvidó que tenía que llorar. Mas el destino nos jugó otra carta aún más
difícil. ¿Cómo íbamos a sacar al cuerpo tieso de mi mamá? Ya me imaginaba yo
que no sería de la manera en que entramos, aunque de hecho, justo así fue. El
médico no quería que el resto de sus pacientes en sala de espera supieran del
reciente fallecimiento de uno de sus pacientes, de modo que nos pidió que
sacáramos el cuerpo, antes del rigor mortis, sentado en la silla de ruedas en
la que había llegado, haciendo de cuenta que estaba viva, haciendo de cuenta
que no pasaba nada. Entonces me sentí en el mundo de simulacro otra vez,
negando cosas ciertas, haciendo de cuenta nada más. El doctor arguyó que se
trataba de un problema grande para su reputación, que nadie quería ver cómo
entraba un vivo y salía un muerto. En ese instante lo odié, desprecié que le
importara más su reputación de médico antes que nosotras. Pero no dije nada. Yo
no estaba en mí, era como si otra actuara por mí. No sé de dónde encontré las
fuerzas para mirar de frente una vez más y abrir con determinación el
consultorio, sin voltear la cabeza al bien parecido doctor.
Sacamos
a mi mamá entre mantas, bien sentada y sostenida sobre la silla. Así entramos
en el auto, me fui atrás, cuidándola, mientras mi hermana echaba a andar el
coche a un ritmo que no podría precisar si fue rápido o lento. Pero seguro que
usted conoce lo difícil que es andar en auto a horas pico en una gran ciudad,
seguro se imagina el suplicio que seguimos para atravesar la ciudad de sur a
norte. El hecho de llevar como acompañante en la parte trasera del auto al
muerto, al cuerpo, al que entonces ya no era la persona que habíamos conocido,
fue la experiencia que nos acercaba al infierno con la lentitud infame de las
llantas, pasando sin pasar, mirando sin mirar, igual que como me miraron sus
ojos sobre esa cama de consultorio. Además hacía calor, el olor del cuerpo
aumentaba, el aire acondicionado marchaba mal y por nada queríamos abrir los
vidrios, qué irían a pensar los vecinos de coche cuando vieran el ya casi
puesto rigor mortis, la boca deformándose, el líquido saliéndole lentamente por
la nariz, los párpados tiesos a la mitad de las pupilas, la piel seca y
amarilla, la terrible quietud.
Al
llegar a la casa nos recibía mi hermana pequeña, de inmediato metimos a mamá en
su cama, como si ahí hubiese muerto, llamamos a otro doctor, el de familia,
adorable viejecito simpático que jamás pudo atinar qué había de malo con mi
mamá y prefirió no encargarse de su caso. Quizá pensaba que podría morir en
cualquier instante y nunca nos lo dijo. Finalmente él escribió el acta de
defunción, adjudicando un paro respiratorio después de una larga crisis de
vómitos. Ahí la dejamos un tiempo, nos sentamos junto a ella y vimos cómo se
quedaba más tiesa, cómo se le abría la boca cada vez más y cómo nunca pudo
cerrar ya bien los párpados.
¿Quiere
otro cigarro? Ahora estamos a punto de llevarla al cementerio, esperamos
solamente que llegue el transporte. El velorio fue sencillo, vino poca gente,
la suficiente. Hay que enterrarla, ella creía que algún día vendría el juicio
final y que debería conservar su cuerpo bajo tierra para resucitar. Esas
creencias ya no las comparto, pero qué otra cosa puedo hacer. De cualquier modo
el destino se burla de uno, por eso mejor conviene no hacerle mucho caso y es
preferible creer en la casualidad porque basarnos en la causalidad nos puede
volver locos. Hoy por la mañana el Dr. Gabriel habló a la casa, dijo que podía
atenderla esta misma tarde.
Music on: Such great hights - The postal service
Quote: "La vida es una larga preparación para algo que jamás sucede." W. B. Yeats
Reading: El mundo es un lugar extraño - Severino Salazar