Vivir es una constante alucinación, algo como un sueño tal vez, pero no un sueño personal, sino uno colectivo, claro, con la rareza correspondiente a esa afirmación. Un aletargamiento sobre algo que no se sabe pero que tampoco se puede negar.
Cada día despierto con el sonido de las voces de la gente que vive conmigo, y maldigo, siempre en ese estado entre la somnolencia y la vigilia, el hecho de vivir aún en esta casa hecha de recuerdos rancios y de olor a rosas sintéticas, porque a mi mamá le gusta echar sus aromatizantes extraños que a veces ni dejan dormir.
La existencia en sí es un delirio, una pieza de algo que no alcanzamos a entender; cada mañana sé que tengo que ir a la escuela y más de una vez me pregunto por qué tengo que hacerlo, claro, porque no me imagino haciendo nada más; a veces incluso me pregunto por qué estudio lo que estudio, si lleva a algún lugar; a veces también me torno existencialista y acepto que nada lleva a ningún lado y entonces es que trato de ser feliz.
Pero siempre encuentro algo que me ata a una realidad oscura y difusa, una que no entiendo pero que es más difícil de asimilar que aquella que quizá podría yo llegar a crear en mi mente, una realidad turbia, nebulosa, que no tiene sentido tampoco pero que extrañamente representa un asidero más fuerte.
Y luego de la escuela, que casi es todo lo que me rodea, igual, en mis trances entre el sueño y la vigilia me vienen a la mente ciertos nombres... nombres de la gente que representa sueños e ilusiones destrozadas, una serie de nombres que objetivamente, no simbolizan sino mis intentos fallidos por encontrar lo que yo entiendo por amor.
Así me pasa casi cada mañana, llegan imágenes entre el olor del desayuno que se prepara en la cocina, entre las voces, la luz que se filtra por la ventana, el ruido de la secadora que alguien utiliza en el cuarto contiguo. Todo sucede así cada mañana, tenga o no que ir a la escuela, y me acuerdo de mí y de mi vida y me repito constantemente mi edad, como si ésta fuera en sí un simple recuerdo, y me pregunto qué voy a hacer con mis años, que me pesan aunque en realidad no son tantos. Y mi vida se reduce a una serie de monotonías diminutas que se han hecho tan extrañamente fuertes que no puedo desprenderme de ellas.
Luego, sólo espero a que llegue la noche, el silencio, el solo sonido de mis dedos en el teclado que se mueven y tratan de sacar aquello que soy y que en el día a veces no puede salir tal cual es, por el ruido, por la distracción y el ajetreo de la costumbre, por la falta de soledad auténtica.
La vida es confusa, nebulosa, es muy fácil perderse y así, yo sola, sólo busco encontrarme cada noche, o cada que tengo tiempo para escribir un poco y hallar más sentido del que cualquier cosa pueda tener realmente. Entonces, cuando escribo, pienso que quizá todo valía la pena, aunque sea para el instante, aunque me enfrente a una mentira otra vez y esa idea, por extraño que parezca, no me parece ni aterradora ni melancólica. Pienso que todos somos sueños, sueños recurrentes de cadáveres (o escritores tal vez) frustrados que sueñan y tratan de vivir, y despiertan muy de vez en cuando y que cuando lo hacen mueren otra vez y una vez más y más siempre, hasta que mueren definitivamente y nosotros morimos con ellos también, así como mueren las palabras al final de un libro, como mueren los personajes, igual como morimos nosotros en la maquinaria de la existencia, en la falsedad, en el sueño que raramente logra tener sentido, un sentido misterioso.
La noche, la noche y el alba que son tan iguales, la noche que me trae a veces los mismos nombres a la cabeza que el día, los instantes de soledad única que tenemos para entrar en lo recóndito del alma, del pensamiento, y pausar el tiempo aunque sea para uno mismo, sí, pausar el tiempo, robar unos cuantos segundo a la existencia, finalmente, ¿qué es el tiempo?
Y aquí estamos, en la vida tan rara, tan cíclica, terriblemente cíclica y monótona, peligrosamente monótona una vez mas en la noche para luego dormir o creer que eso que hacemos de noche es dormir para después despertar y escuchar la misma clase de ruidos, oler la misma clase de aromas, escuchar la misma clase de sonidos para que en algún momento, con suerte, nos sea posible encontrar unos minutos de silencio…
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