Y dije “Quiera, Amor, quiera mi suerte,
que nunca duerma yo si estoy despierto,
y que si duermo, que jamás despierte.”
F. de Quevedo y Villegas
F. de Quevedo y Villegas
Leonardo salió de su apartamento a las seis de la tarde, la lluvia ahora más fina, aún salpicaba su rostro desnudo. El aire se sentía perfumado, ligero, casi dulce.
Caminó como sin rumbo, fijando la vista nublada en el camino empedrado, con deseos de perderse en esas calles interminables. Con los pantalones andrajosos, con el cabello húmedo; ahora recordaba que no había tenido tiempo de cambiarse de ropa. Ni que importara, pensó. Usaba eternamente los pantalones flojos y las playeras desfajadas. Sus ojos miel encerraban el misterio de su existencia toda. Sus labios finos buscaban las palabras que no pronunciaría.
Un temblor monótono le recordaba que, por alguna razón, desconocida aparentemente, no quería llegar a su destino. Hacía frío y sabía con una certeza tan helada como el viento, que no creía necesariamente en el tan poderoso destino y que tampoco podía luchar contra las cosas que inevitablemente pasaban. Sin embargo, esa luz acaramelada importaba ilusiones y sueños bellos que, aunque frágiles, le recorrían la piel con un toque extraño de dolor y alegría.
Dobló a la izquierda sobre la calle de Lirio donde una ráfaga le llevó el cabello a la cara. Se dio cuenta súbitamente, como por producto de una reflexión tan escondida que resultaba casi ignorada, que la vida humana tenía su lugar justamente por encima o por debajo de la línea del dolor, por lo tanto, con seguridad, no podía ser dolor aquello que sentía.
Era lunes, un día flojo y a la vez emprendedor. La noche del sábado había recreado en sueños los sucesos del día anterior (ahora tan lejano y a la vez tan presente); los mismos sucesos que lo habían orillado a estar en ese lugar en ese momento. Sus recuerdos eran tan bellos que en más de una ocasión él incluso dudó que hubiesen sido reales; sin embargo lo eran, tan reales como las gotas de lluvia que lo mojaban todo, tan reales como los latidos veloces del corazón ansioso y pesado.
Se llevó las palmas a los brazos, siguió caminando así hasta llegar a la casa color naranja. Pensó en ella de nuevo, como lo había hecho todo el día. En un solo segundo se dibujó nítidamente en su mente la escena cobarde en que él se había marchado sin despedirse, se enojó por haberla dejado con prisas, se arrepintió de no atreverse a llevarla con él. Confusamente, se dibujó una sonrisa en el rostro; ahora se creía capaz de amar.
Ahora también, quería hacer sonar el timbre y entrar por el zaguán, aún cerrado, mirarla, besarla, tal vez despedirse aunque fuera o bien, llevarla con él a Inglaterra; a esas alturas cualquier opción sería buena. Pero su desdicha y su cobardía no le permitieron cruzar el umbral que buscaba para conseguir paz. Se volvió, agitado y confundido al percibir una luz casi blanca emanando de las ventanas, y así comenzó el camino de regreso, con rapidez a los primeros pasos, con pesadumbre a los últimos. Llegando a su apartamento roído y húmedo, pasó sus dedos por su cabello largo al tiempo que hacía una mueca de inconformidad mezclada con desdicha. Luego se tendió en su cama para dormir.
El otoño pasó y los días se sucedieron de la misma forma. Leonardo salía siempre alrededor de las seis a recorrer el mismo camino, mirando el paisaje que variaba tan sólo por mínimas circunstancias. Que Inglaterra espere, decía, que espere hasta que la vea. Pero siempre o, casi siempre, al situarse frente a la ceguera del zaguán, se volvía, impotente, a su apartamento; a veces, pero tan sólo a veces se aventuraba a tocar el timbre, pero siempre huía antes de que alguien abriera. Sabía, casi inconscientemente, que estaba esperando a que, de alguna forma, ella lo buscara a él y por eso, el vuelo a Inglaterra era aplazado siempre.
Leonardo nunca lamentó demasiado su impotencia ni su situación. Siempre pensó en ella y la soñaba. No entendió tampoco por qué se aferraba tanto a su falsa idea del desapego si nunca lo consiguió, pues era necesario apegarse demasiado para conseguir desapegarse y la realidad era que él se encontraba aún situado en el apego pleno y fuerte. Y tampoco, de ninguna manera, volvía el rostro expectante al atardecer ámbar ni lloraba las lágrimas que, quizá por humanidad, debía llorar. Eso sí, se preguntaba por qué aquello que los hombres llaman destino lo orillaba a esa existencia, esto sólo por engañarse y no afirmar lo que era evidente: que ese destino lo forjaba él mismo.
A veces, cuando sus reflexiones se tornaban un poco más profundas, incluso se preguntaba si la quería, si acaso, en verdad, él podría hacer semejante cosa como amar. Pero esas reflexiones, tan efímeras como los suspiros, comenzaban a la par que llegaba el ocaso, a la hora habitual de hacer el recorrido a la casa naranja que curiosamente, con el sol a medio morir se veía más bien dorada, y la reflexión moría en el camino de regreso, justo cuando metía la llave en el cerrojo del apartamento.
Un día frío, dos horas antes de las seis, ella lo fue a buscar; Leonardo se encontraba en el balcón del apartamento, fumando un cigarro eterno y apreciando un cielo medio nublado con el sol aún en lo alto, como hacía todos los días. Él la miró por detrás de la puerta y la reconoció al instante, tan bella y tan sincera, con los ojos anhelantes y nerviosos, con las manos pequeñas y suaves; la miró, claro que lo hizo, pero dando un paso hacia atrás fingió no recordarla, ni conocerla; ¿por qué lo hizo? Quizá porque la existencia en soledad le había enseñado que los hombres, después de un tiempo, se acostumbran a un estado determinado y ahora él se sentía muy viejo para cambiarlo; aunque no lo estaba, creía que era tarde para empezar de nuevo, sentir de nuevo, incluso amar de nuevo, o pensar siquiera en aceptar el amor como tal.
Ella se fue después de llamar dos veces a la puerta. Él la siguió con la mirada. Esperó a que dieran las seis, y entonces salió del apartamento, con la misma angustia de siempre, pero ahora con más certeza. Por un momento pensó que esta vez, sin importar nada, tocaría en el zaguán y no huiría. Un extraño temblor lo hizo mover con rapidez. Soplaba un aire curiosamente suave pero aún frío. Atardecía. Dobló a la izquierda sobre la calle de Lirio y el mismo monstruo naranja de hocico negro se impuso, nublando el resto del paisaje. Tocó el timbre con calma, esperó y escuchó unos pasos acercándose al cerrojo; abrió un hombre, Leonardo preguntó tímidamente por ella y sus palabras le sonaron vacías y nulas. El hombre le dijo secamente que ella se había ido, que apenas hacía unas horas se había ido para tomar un avión con destino a Inglaterra, que no regresaría pronto, tal vez jamás.
Leonardo se volvió, triste, enojado, regresó al apartamento y miró el atardecer con un tinte diferente. Entonces lloró, lloró y comprendió que ciertamente la existencia sin lágrimas no igualaba a la felicidad pero que ese llanto silencioso entonces emitido tampoco se llevaba la tristeza ni lo hacía sentir mejor.
Así que se durmió inmediatamente después, con la ropa puesta y los ojos hinchados, soñando un poco y odiando otro tanto, creyendo falazmente que el tiempo se llevaba todo, mirando la realidad como algo terrible y lastimero, y por lo tanto, decidido con firmeza y convicción a alimentarse de ilusiones.
La mañana siguiente, Leonardo hizo lo que hacía siempre. Antes de las seis observó el cielo, un sol de color naranja que descendía pausadamente por el paisaje ordinario y a las seis en punto salió rumbo a la casa naranja; la miró por un rato, tocó el timbre, esperó ahí unos segundos y luego se fue, asustado, para reanudar el camino hacia su apartamento, con el mismo pensamiento: Inglaterra puede esperar, que espere hasta que la vea y me despida de ella. Sonrió confusamente pero con una satisfacción bastante segura. Al doblar la esquina de la calle de Lirio, Leonardo ya no reflexionaba más, sólo sabía que al dar las seis, él se abandonaría para buscarla, no se atrevería a esperarla y regresaría a su apartamento para seguir la rutina de nuevo. La ilusión que había decidido continuar lo hacía sentir bien, casi feliz.
1 comentario:
Buen cuento, pero siento que se oye demasiado la voz del narrador, al afirmar muy categóricamente cosas como "creyendo falazmente que el tiempo se llevaba todo" o "se preguntaba por qué aquello que los hombres llaman destino lo orillaba a esa existencia, esto sólo por engañarse y no afirmar lo que era evidente: que ese destino lo forjaba él mismo" (esta frase en particular, creo, es correcta, pero me parece que arruina un poco los últimos párrafos --de hecho es la tesis del cuento completo).
Por lo demás es un muy buen análisis de personaje, y también se vuelve universal al aludir a los pequeños rituales que todos vamos formando en nuestra vida --a veces con consecuencias nefastas, como ocurre aquí con Leonardo.
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