jueves, 22 de marzo de 2007

Ya era tiempo

“Estoy muy cansado, no vengas temprano...” pensó en decirle simplemente “no quiero verte”, pero la sutileza resultaba necesaria pues no tenía ánimo de pelear. ¿Si la quería? ¿si la amaba? Esas eran preguntas que pocas veces hacía pues en ocasiones temía amarla demasiado... Así que colgó con un enojo inexplicable, seguro de que ella había sentido su hostilidad y no sólo eso sino que, conociéndola, imaginó que quizá, inevitablemente, vendría a verlo al día siguiente, sin importar lo que él pidiera. “Me conoce demasiado bien”, pensó con la resignación inherente a su situación con ella. Luego cerró los ojos un momento y sintió una vez más, como lo había sentido en las últimas noches, la pesadez desconocida de la vida misma.

La noche había trascurrido lenta y sus sueños estuvieron llenos de unos ojos azules que no lo dejaron descansar, un abrazo, un beso y después nada. Despertó un par de veces con una sed inexplicable y cada vez la veía más tangible, más suave, como si se encontrara junto a él. Le llegó de repente, tal vez con el sopor y la desesperación, una sensación que le pareció única e inevitable, así como larga y nostálgica. La piel se le erizó rápidamente y supo con una certeza fría que aquello era tal vez la misma respiración de la muerte que ahora se fundía con el aliento propio. Le aterró la presencia de lo inevitable aunque también intuyó confusamente que él mismo era factor decisivo en el juego de la existencia.

Así, se resumía su reflexión entrañable en el fin de una existencia que él no se sentía capaz terminar. Cierto que su orgullo le decía constantemente que siempre fue dueño de su vida y que quizá podría burlar a la muerte, pero ¿cómo? O más bien ¿acaso quería burlarla o más bien adelantarse a ella?

Se levantó de su cama al dar las siete en el reloj de pared. Minutos después tocaron la puerta.
Ahí estaba ella... tenía llaves pero no quiso usarlas; imposible que las hubiera olvidado, eso jamás sucedía. Él abrió. Se encontraba hermosa y tibia como siempre, con la sonrisa enigmática y el aroma dulce que siempre la acompañaba. ¿cómo logra oler tan delicioso todos los días y a todas horas? Esa era una trivialidad encantadoramente misteriosa. Usaba los guantes rojos que tanto le gustaban, hacía frío afuera y resultaba contradictorio que mantuviera cubiertas sus manos y su cuello, pero no sus pantorrillas.

Entró con un decoro inexplicable, con sencillez, con magia y él recordó de nuevo por qué la amaba tanto, por la historia, por el tiempo y el pasado, por su voz y su cabello, por sus ojos y su encanto.

“Sé que no querías verme anoche” dijo con calma, “tampoco hoy, lo sospecho, pero no me importa, yo sí quería verte a ti.”

Y se quitó los guantes y se soltó el cabello. Ella siempre tan igual, tan segura para unas cosas, tan sincera para otras y tan piadosa, --tan humana-- para un millar más. Había un suave rubor en sus mejillas, no porque estuviera arrepentida o apenada, sino porque estaba segura de algo, de un hecho tan inevitable y tan fuerte que hizo que la sangre llegara ahí, el mismo hecho que haría --segundos después--, brotar un par de lágrimas que se esconderían en sus pestañas.

Sin más, volvió la cara a él y habló: “Sé que quieres pedirme algo y que no te atreves, que tienes el mismo miedo que tengo yo, ese miedo que proviene de no sé dónde, que tal vez no es miedo sino conocimiento pero que no se va nunca y que sólo te engaña fingiendo que desaparece, que no has dormido bien, ¡mira tus ojos!, que nos conocemos mucho y muy bien, que sabías incluso que a pesar de lo que dijeras, vendría a verte.”

Él alzó la vista sorprendido de la exactitud de sus palabras, consternado por la certeza, por el hecho que la tenía impaciente y nerviosa, el mismo hecho que él ya sabía y que ciertamente, no se atrevía a pedir pero que tenía que suceder con ella, por ella, gracias a ella. “¿Qué más sabes? Ya que dices saberlo todo” dijo con la voz que pretendía sonar segura y firme.

“Sé que ya es tiempo...” dijo y se secó esas lágrimas con el índice.

“¿Cómo sabes?” inquirió él aún sabiendo que ella siempre supo que era el momento, que de hecho se había tardado unos días en darse cuenta.

“Por tu voz que temblaba anoche, porque pensabas en ello cuando me colgaste, porque no estabas cansado sino que no querías hablarme porque yo ya sabía, porque te engañas y te aferras a lo que sabes que se ha terminado, porque tienes un miedo diferente, igual que yo”.

“¿Miedo?” Respondió con la voz ahogada en la certidumbre.

“Sí... eso que jamás pensaste tener, pero ahora yo no puedo tener miedo porque te amo demasiado y porque no hay nada más que hacer.”

Él calló y como siempre, ella entendió en su silencio las palabras que cruzaban el umbral de su mente y supo que era tiempo de actuar.

Y ella pensó fríamente en que en sus manos estaba lo que los hombres suelen llamar destino, pensó también en que su mirada estaría dolorosamente clavada en él en los siguientes minutos, en el hombre más bello que existiera jamás, en el más amado y más perfecto, en el único que había entendido el significado de la vida y por eso tenía que renunciar a la misma; pensó en que ella misma lo entendía, o trataba de hacerlo, que ahora la vida le era tan grande y él se había hecho tan pequeño; pero también pensó en que ella le amaba como a nadie y que por esto y por llegar a entenderlo tenía que completar lo que él no podría hacer.

Tomó sus manos frías y temblorosas, imaginando que quizá las cosas no tendrían que ser así, sufriendo un poco por la realidad y el conocimiento, sintiendo el corazón a punto de salir de su cuerpo, sintiendo un par de lágrimas correr libremente por su rostro. Lo besó una última vez entendiendo de nuevo, pensando, sólo pensando y ya no sintiendo... tal vez sólo odiando que el conocimiento de la vida a que él había llegado no le permitiera terminarla por sí mismo. Cerró los ojos y lo soltó.

Y ella sacó el revolver convencida igual que él de que esa era la única opción porque la vida era ahora más grande que ambos, pues él era viejo (no tan viejo para algunas cosas pero sí para lo que él deseaba) y ella tenía ya el corazón roto, sin posibilidad de amar más, sin posibilidad de creer en el amor, sabiendo demasiado y por lo tanto, con la muerte como única opción.
Dos disparos, ambos certeros, el segundo para no dejar ninguna duda del éxito. La gran mancha carmesí se extendió por la habitación. Después de una hora ella se puso de nuevo sus guantes y salió. Afuera el sol de la mañana brillaba con toda su intensidad, pocas nubes y algo de viento; sería un día hermoso.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que es un gran relato, esa disyuntiva de verte con otra o verte muerto es uno de los dilemas más comunes en nosotras las mujeres.
La diferencia está entre pensarlo y hacerlo, para lo primero se necesita frialdad, dolor, para lo segundo sólo se necesita amor...