Ella es una bestia, aparece en las tinieblas y se viste con su disfraz de Venus, pero en realidad es Lilith, lo sé y no puedo dejar de mirarla y de desear el lugar de su próxima víctima. Él, aquel incauto perdedor morirá, cuando su limitada mente de mortal menos lo sospeche, cuando ella reclamará a sus hijos, abrirá su matriz para matarlo con todos los tesoros lunares que lleva dentro de sí. Ella es una flor congelada que alberga en silencio a la diosa cruel de la noche.
Cada madrugada me sitúo detrás de la ventana de mi cuarto, y a través de cielos nublados que potencian su esencia mortífera, observo el edificio de enfrente, un espacio mínimo en donde ella habita ahora, muy diferente al que, en el principio del tiempo, llenara infinito con su presencia mítica. A esta hora me preparo a espiar su ventana desde mis ojos de vidrio y luego de imaginarla desnuda y majestuosa, me pregunto si lo ha matado ya, si acaso ha bebido también su sangre. Es de noche cuando discuten y gritan, a esta hora cuando él, su captor, verdugo y víctima, regresa; entonces se ilumina el cubo de su departamento, una luz amarilla entre cien ventanas apagadas, casi ausentes; él la golpea, entre gritos alza su mano en apariencia poderosa y ella, encogida en un rincón, baja la mirada con sumisión y llora unas lágrimas de dolor oscuro e incomprendido mientras se encierra en el cuarto contiguo, en la penumbra.
Todo lo que ella hace tiene un propósito, no es sólo una mujer, ella sabe de cosas y verdades que habitan más allá de lo que una mente ordinaria pudiera llegar a aprehender o a imaginar. Su cálculo minucioso es el conglomerado de placer vedado que explotará un día en la violencia más pura y natural; ella alimenta su fuerza a través del engaño y en silencio florece la venganza acumulada en su especie única desde hace siglos. Poco a poco se fortalece gracias al odio que él le tiene, el mismo que a ella le provoca. Lo matará después, lentamente, vaciará su cuerpo y esconderá el cadáver mutilado en alguna esquina del cuarto o, en su propia anatomía de furia. Su combustible es el grito que él le profiere y la humillación de verse arrodillada ante su ímpetu, pero todo lo hace para gestar su nuevo ser y, en el momento preciso, como una estrella antigua y poderosa, explotar.
Si ella quisiera escapar y guarecerse, yo la aceptaría gustoso, la miraría de frente y le diría que la entiendo. Ella sabe que la cuidaría, aunque no lo necesite. Pero hay un plan, ella espera, no hace otro movimiento más allá del gestado en su mente como el réquiem final de sus ideales, está en espera del momento de matarlo, ella me lo ha dicho con la frialdad y belleza que la caracteriza, mientras mis ojos buscaban clavarse en los suyos doblegando la espesura de sus pestañas negras. Hace algunas lunas me dejó entrar a su lecho, susurró a mi oído: “lo mataré” como si hubiera dicho “tengo frío;” en esa tarde lluviosa en que entré a su palacio, fui dueño efímero de sus secretos y su ser, la besé como aprendíz bajo las sábanas limpias de su recámara, el tipo de beso que se reserva para una diosa, recorrí con nerviosismo diluido en éxtasis, sus muslos finos y su vientre extendido, su boca, la que ya conozco bien, la que esconde la vida igual que la muerte; me lo dijo aún de nuevo, la mañana en que amanecimos en su sofá desnudos, después de confesarnos la vida en una noche, cuando él, su presa primera, estaba lejos.
Quizá no lo haga ahora, mientras sabe que la observo, mientras voltea a buscar vanamente mis ojos porque sabe que puedo mirarla desde mi oscuridad, aunque ella, desde su luz, no pueda encontrarme. Mas no logro dejar de mirarla, de mirarlo a él, de odiarlo un poco, de envidiarlo más, a ratos, sólo por tenerla cerca ahora. He querido intervenir, ser un falso redentor, hacerle saber que ella es más grande que cualquier razón humana o cualquier sentimiento terrenal, decirle sin más, como el oráculo de Delfos, la verdad más inmediata: que morirá. También he querido salvarla, como el héroe que a veces creo existe en lo más profundo de mí, alejarla del hombre que la humilla, pero sé que un mortal no puede salvar a un ser divino y ella me ha dicho que tiene que ser así, que ella misma terminará con él, que todo tiene un tiempo. Entonces el verdugo ignorante que en ese momento la rodea deja de importarme, pienso fríamente que es mejor que muera, pues así la tendré sólo para mí en cualquier forma que esto sea.
No sé cómo ha llegado a enamorarme, conozco sus intenciones, su naturaleza y aún así me rindo ante su majestuosidad inhumana, ante la certeza de saberla una criatura sangrienta exiliada del Edén por su falta de sumisión ante el primer hombre sobre la tierra. También sé que es casi un demonio, a veces sólo dejo de creerlo, es hermosa y seductora como todo lo que es malvado, la admiro, la añoro, secretamente deseo ser parte de su perpetuidad. Está condenada a matar para vivir, a beber sangre y no mirar la luz del día, y aún es capaz de disfrutar su terrible situación: su presa es siempre el hombre que desea verla sumida en el anonimato, su presa es siempre el hombre, por especie, por martirio ancestral, el hombre que en realidad es todos los hombres, su estrategia es hacer creer que con esa mirada baja y dolorosa, ella les pertenece a todos, a sus debidos tiempos.
Durante estas noches inacabables en que observo, espero también. Regreso a mi cama cuando sus luces se mueren, sigo soñando con el momento en que seré de ella, también pienso en el hecho inevitable: seré el nuevo captor que la alimentará después de un tiempo. Sé que ella será mía pero no por siempre y que el capricho de su deidad la obligará a matarme y destazarme también, no por odiarla sino por amarla demasiado, porque el amor también lastima y el dolor, es lo que le provoca el hambre más insaciable.
La verdad tan esperada explotó una noche nublada, cuando la luna formaba una hoz en el cielo, explotó la mujer y nació la bestia, un grito ahogado se escuchó en la distancia, un grito de hombre invadido por el terror, todo sucedió en las tinieblas del cuarto. Debajo del odio, con violencia y sumo placer, lo ha matado. Mis ojos encontraron en tal momento, un halo de alegre belleza. En ese instante recordé nítidamente cada uno de nuestros secretos encuentros, recordé cada centímetro de su piel suave y delicada, sus manos frías y su cabello de fuego posado a lo largo de su espalda, recordé con deseo su sexo tibio y su olor antiguo.
Después de completado el plan se encendió la luz, ella quiere que la mire y eso es lo que hago. Ahora sabe que la observo, está bebiendo, como lo predije, cada gota de la sangre de su captor, ambos yacen en el suelo, ella está encima de él y sus dientes penetran el cuello mientras sus brazos lo envuelven con fuerza, a ratos se quita, arrastrándose muy cerca de él, sin soltarlo, en sus movimientos encuentro un destello de animalidad, unos rasgos sutiles me han recordado a una serpiente.
Ahora la espero, vendrá por mí, sus luces se han apagado. Mi sangre aguarda con ansia su destino.
Music on: Us against the world - Coldplay
Quote: "He llegado demasiado tarde a un mundo demasiado viejo" Alfred de Musset
Reading: De sobremesa - José Asunción Silva
"La literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes" André Breton
martes, 25 de octubre de 2011
viernes, 14 de octubre de 2011
Mandala espiritual
Partimos de una sencilla premisa: la verdad no existe, todo lo que creemos es mentira y somos felices.
Ahora bien, creer la mentira sabiendo que es mentira no es tan patético como se podría llegar a pensar: al contrario, es asumir que existen cosas que no pueden ser verdaderas pero que, como son todo lo que tenemos, si no las creemos un poco estaríamos totalmente sumidos en abismos de sombras eternas. No hay verdad en el mundo, todo es una figuración y así, pensando las cosas como ilusiones, representaciones, el desencanto tiene la garantía de haber mermado el impacto esperado ante la ingenuidad.
Habría que partir de que todo es falso y contentarse con esa idea. Es como la necesidad de imaginar a Sísifo feliz, pues si pensáramos que su condena —aterradoramente similar a la nuestra—, es una carga insoportable y tristísima, tendríamos que buscar el suicidio inmediatamente y la vida se nos perdería antes de empezar a vivirla.
Así que me cuento mentiras y como Sísifo, me encuentro, la mayor parte del tiempo, en un estado de felicidad asombrada y tranquila. Me digo miles de cosas alentadoras para que, igual que a Sísifo, el mundo no me resulte de un absurdo tremendo y desquiciante. Me digo pues que mañana todo estará mejor, que el tiempo se pasará volando, que hay mucho que hacer por mí, que he hecho la decisión correcta. Así se convierte todo en un ritual simbólico, como dibujar un Mandala espiritual, un ejercicio terapéutico de equilibrio emocional que conforme a su repetición y simetría me impida de caer en la desesperación y la sombra.
Feliz (engañada alegremente, pues), sin pensar en esa verdad que intuyo pero que no digo (que estoy ahogándome de su ausencia, que lloro por las noches pues no me atrevo a poner el remedio, que gritar no es suficiente, que espero encontrar pronto la mentada puerta de salida para no enloquecer sin él).
Más mentiras, alegres engaños fabricados (en las noches la mentira es más grande pues creo también las que de su boca salen); el tiempo rueda bajo la convicción de que se está acortando, que falta pronto para regresar y que esto no es la vida sino una estación que ha irrumpido en la tranquilidad.
Feliz, ¿de qué otro modo sino con mentiras?
Music on: You and me - Delays
Quote: "Voy a escribir como llora un niño, es decir: no llora porque esté triste sino que llora para informar, tranquilamente." Alejandra Pizarnik.
Reading: Relatos - Alejandra Pizarnik
lunes, 3 de octubre de 2011
Recuerdo de un amor platónico
Un recuerdo llegó de pronto a mi mente, con todo detalle y nitidez, un recuerdo que hilvanaba otro y otro, todos sobre la misma época y la misma persona. Y todo lo veo de manera distinta. Proust y Bachelard dirían que la memoria y la imaginación van de la mano, de manera indisociable. Pero no estoy tan segura; creo que este recuerdo está en sí mismo, más bien, contaminado por idealismos e imaginaciones y que ahora, quitándoselas objetivamente, todo aquello resurge desde un realismo apabullante.
No hace mucho recordé los días que pasaba con él, en cada receso en el patio de la secundaria; yo tenía 15, quizá 16, y él, para entonces estaba entrando en los cuarenta, lo digo así pues no me enteré bien de su edad, sino por los cálculos que hice desde que vi su anillo de generación: “Licenciatura en Historia, generación 1985 – 1989.” Es verdad; yo nací el año en que él ya empezaba la carrera, pero claro, ese detalle no me desalentó entonces.
Entiendo que a mis años de pubertad quería traer el mundo en la mano y nada me parecía tan difícil de realizar; pensaba que su presencia era un alivio, estaba ávida del conocimiento que en mi ingenuidad, él poseía y estaba igualmente hipnotizada por su personalidad, seguridad y sentido del humor. Aquí es donde el recuerdo y la imaginación comienzan a fragmentarse. Yo ahora puedo ver cuán fuera de lugar estuvo su actitud, ¿qué tenía que hacer un hombre casado, que era unos 18 años más grande que yo, gastando su tiempo y atenciones en una niñita tonta que apenas terminaba la secundaria? ¿A qué se debían sus atenciones en las aulas, momentos que a veces pasaba por completo hablando conmigo sin ocuparse de dar su clase? ¿No tenía cosas mejores que hacer que pasar los recesos a mi lado? ¿Por qué aceptó darme su número de teléfono y se aventuró a llamarme a mi casa? Lo que entonces me parecía lindo y atento, ahora me resulta patético y desagradable.
Recuerdo mis esfuerzos por agradarle, quizá le llamó la atención que le haya llevado a leer un cuaderno totalmente lleno con mis pensamientos e ideas sobre el mundo; no es usual que una adolescente se ponga a redactar semejante mamotreto. Quizá también le haya seducido de alguna forma que en las cartas que le escribía citaba fragmentos de Ulises de James Joyce o de Orgullo y prejuicio de Jane Austen; aunque en realidad no había leído ninguna de esas obras, sino que apenas estaba investigando cómo se usaba la Enciclopedia Encarta, versión digital.
La verdad en cuanto a lo que entonces sentía, no ha cambiado, no son imaginerías, sé que lo quería, y que ese querer era un amor platónico, en el sentido más clásico de la palabra; yo no pensaba en establecer relaciones carnales con él, y de hecho muy pocas veces consideré besarlo; al contrario, mi admiración era pura y sincera, amaba su elocuencia, su forma de vestir, —aunque ésta fuese en realidad espantosa—, me sentía muy atraída por cada cosa que decía y por cómo lo sabía, por su conocimiento, por su transparencia. Pero eso ahora es una mentira.
Algo que sí comparto con Proust es la evocación sensorial: cada que por algún pasillo o calle alguien usa la loción que tanto lo distinguía, no puedo sino recordarlo a él, con todas esas bellezas que a mis quince años, lo conformaban. Recuerdo su cercanía y la mano que de pronto me daba y que me llenaba de ese olor peculiar, también aparecen en mi memoria su traje verde impecable, el contenido exacto de su portafolios, sus plumas, las reglas de metal que tanto le gustaban. Pero luego caigo invariablemente en la más nítida realidad y me pregunto las mismas cosas, y regreso a la afirmación sobre su actitud patética y cobarde, ¿qué tenía que estar haciendo él fingiendo estar interesado en mí? Antes me preguntaba, cuando de pronto desaparecía de mi vista y sus acciones se tornaban frías, ¿por qué me buscaba clandestinamente y luego me dejaba caer sin más explicaciones? Ahora lo sé, entiendo cuán absurdo y estúpido era que él tratase de jugar al amor, entiendo su actitud confusa, que por un lado sabía que estaba actuando mal y por otro quería seguir hablándome, entiendo un poco… pero finalmente eso ya no importa.
Antes me parecía el ser más sabio e inteligente del mundo. Pasada esa época de pubertad, tres o cuatro años después hubo un encuentro que me empezó a confirmar la vaguedad de su ser, su falta de interés, su inconsistencia y su bajeza. Me besó y fue lo más espantoso que me hubiera sucedido. No entendió jamás mi forma de amarlo y resultó ser un hombre más, un cero, un ideal destruido. No volví a saber de él.
Pero por ese amor platónico y perfecto que le tenía, trato de no impregnar el recuerdo de realidad, quiero dejarlo un poco en esa imagen de sutileza y de ingenuidad, de esa persona que yo era entonces y que se correspondía perfectamente con cómo sucedían los hechos entonces, aunque ahora ya no sean iguales. Decía Anaïs Nin que no vemos las cosas como son sino como somos nosotros. Así pues, dejo el recuerdo allá encerrado, con sus altibajos y linduras, me refugio en el olor que me lo evoca puramente y trato de no contaminarlo con la realidad presente, dejarlo allá, como una postal a la que vuelvo de vez en cuando, sin ningún daño posible. Así es la vida.
Music on: What if - Coldplay
Quote: "Un hombre sobrio carga las montañas; uno que bebe, las construye a diario" Alejandro Páez Varela
Reading: La furia y otros cuentos - Silvina Ocampo
No hace mucho recordé los días que pasaba con él, en cada receso en el patio de la secundaria; yo tenía 15, quizá 16, y él, para entonces estaba entrando en los cuarenta, lo digo así pues no me enteré bien de su edad, sino por los cálculos que hice desde que vi su anillo de generación: “Licenciatura en Historia, generación 1985 – 1989.” Es verdad; yo nací el año en que él ya empezaba la carrera, pero claro, ese detalle no me desalentó entonces.
Entiendo que a mis años de pubertad quería traer el mundo en la mano y nada me parecía tan difícil de realizar; pensaba que su presencia era un alivio, estaba ávida del conocimiento que en mi ingenuidad, él poseía y estaba igualmente hipnotizada por su personalidad, seguridad y sentido del humor. Aquí es donde el recuerdo y la imaginación comienzan a fragmentarse. Yo ahora puedo ver cuán fuera de lugar estuvo su actitud, ¿qué tenía que hacer un hombre casado, que era unos 18 años más grande que yo, gastando su tiempo y atenciones en una niñita tonta que apenas terminaba la secundaria? ¿A qué se debían sus atenciones en las aulas, momentos que a veces pasaba por completo hablando conmigo sin ocuparse de dar su clase? ¿No tenía cosas mejores que hacer que pasar los recesos a mi lado? ¿Por qué aceptó darme su número de teléfono y se aventuró a llamarme a mi casa? Lo que entonces me parecía lindo y atento, ahora me resulta patético y desagradable.
Recuerdo mis esfuerzos por agradarle, quizá le llamó la atención que le haya llevado a leer un cuaderno totalmente lleno con mis pensamientos e ideas sobre el mundo; no es usual que una adolescente se ponga a redactar semejante mamotreto. Quizá también le haya seducido de alguna forma que en las cartas que le escribía citaba fragmentos de Ulises de James Joyce o de Orgullo y prejuicio de Jane Austen; aunque en realidad no había leído ninguna de esas obras, sino que apenas estaba investigando cómo se usaba la Enciclopedia Encarta, versión digital.
La verdad en cuanto a lo que entonces sentía, no ha cambiado, no son imaginerías, sé que lo quería, y que ese querer era un amor platónico, en el sentido más clásico de la palabra; yo no pensaba en establecer relaciones carnales con él, y de hecho muy pocas veces consideré besarlo; al contrario, mi admiración era pura y sincera, amaba su elocuencia, su forma de vestir, —aunque ésta fuese en realidad espantosa—, me sentía muy atraída por cada cosa que decía y por cómo lo sabía, por su conocimiento, por su transparencia. Pero eso ahora es una mentira.
Algo que sí comparto con Proust es la evocación sensorial: cada que por algún pasillo o calle alguien usa la loción que tanto lo distinguía, no puedo sino recordarlo a él, con todas esas bellezas que a mis quince años, lo conformaban. Recuerdo su cercanía y la mano que de pronto me daba y que me llenaba de ese olor peculiar, también aparecen en mi memoria su traje verde impecable, el contenido exacto de su portafolios, sus plumas, las reglas de metal que tanto le gustaban. Pero luego caigo invariablemente en la más nítida realidad y me pregunto las mismas cosas, y regreso a la afirmación sobre su actitud patética y cobarde, ¿qué tenía que estar haciendo él fingiendo estar interesado en mí? Antes me preguntaba, cuando de pronto desaparecía de mi vista y sus acciones se tornaban frías, ¿por qué me buscaba clandestinamente y luego me dejaba caer sin más explicaciones? Ahora lo sé, entiendo cuán absurdo y estúpido era que él tratase de jugar al amor, entiendo su actitud confusa, que por un lado sabía que estaba actuando mal y por otro quería seguir hablándome, entiendo un poco… pero finalmente eso ya no importa.
Antes me parecía el ser más sabio e inteligente del mundo. Pasada esa época de pubertad, tres o cuatro años después hubo un encuentro que me empezó a confirmar la vaguedad de su ser, su falta de interés, su inconsistencia y su bajeza. Me besó y fue lo más espantoso que me hubiera sucedido. No entendió jamás mi forma de amarlo y resultó ser un hombre más, un cero, un ideal destruido. No volví a saber de él.
Pero por ese amor platónico y perfecto que le tenía, trato de no impregnar el recuerdo de realidad, quiero dejarlo un poco en esa imagen de sutileza y de ingenuidad, de esa persona que yo era entonces y que se correspondía perfectamente con cómo sucedían los hechos entonces, aunque ahora ya no sean iguales. Decía Anaïs Nin que no vemos las cosas como son sino como somos nosotros. Así pues, dejo el recuerdo allá encerrado, con sus altibajos y linduras, me refugio en el olor que me lo evoca puramente y trato de no contaminarlo con la realidad presente, dejarlo allá, como una postal a la que vuelvo de vez en cuando, sin ningún daño posible. Así es la vida.
Music on: What if - Coldplay
Quote: "Un hombre sobrio carga las montañas; uno que bebe, las construye a diario" Alejandro Páez Varela
Reading: La furia y otros cuentos - Silvina Ocampo
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