Ya no quiero escribir del amor, de las palabras que los que amo se rehúsan a escuchar. Yo también me rehúso... a escribir de la trascendencia, del legado maravilloso de la palabra, o del arte, la permanencia, la belleza; tampoco quiero escribir de la vida, muy poca cosa. De eso o de cualquiera de esas cosas que se pueden explotar en la literatura y que por cierto, no son tantas, de eso ya no quiero saber nada.
Quiero dejar de ser un hombre, quiero dejar de vivir en esa forma y en cualquier forma, nada me basta, nada me colma, nada me atormenta. Quiero el Apocalipsis, la belleza última, que llegara la muerte desde el cielo, y desde la tierra.
Ayer caminaba por la calle, llovía, pero no me quise quitar, yo que odiaba mojarme (ahora ya no odio nada) pensé que podía disfrutar de la lluvia, para variar. Pensé en la belleza de un mundo encapsulado en una prisión azul, en esta prisión azul, tan pequeña, tan suficiente. Los niños se me atravesaron y creí ver la vida entera bañada con una luz diferente, como nunca antes había pensado en ella, ellos se mojaban alegremente y pensé en su felicidad, siempre basada en al ignorancia. Y luego, como si mi alma encaneciera como encanecen los cabellos, ya no me importó que estuviera viviendo solo y que tuviera demasiadas deudas que saldar. De pronto ya no era importante la comida, menos que no tenía dinero para comprarla, o el agua fría con la que tenía que bañarme. En la sonrisa del niño que se abalanzó detrás de la pelota me pareció ver un millón de cosas que jamás había querido ver. ¿Qué fue?, no lo sé, tal vez era sólo la vida mirándome, sólo una conciencia de existir, de ser para el mundo pero también ser para la muerte.
Y pensé también que el error de nosotros, seres tan simples, tan humanos, es creer demasiado, impresionarnos demasiado por las cosas que nos superan pero no por las cosas que nos igualan y creer que hay algo que importa más allá del instante en que ocurre, casualmente, accidentalmente.
Uno se siente capaz de hacer cualquier cosa, así me siento ahora y a partir de entonces, porque sé que nada importa, esto o lo otro, es lo mismo, igual leer un libro que ver el fútbol, igual amar a uno que a otro, igual vivir que morir y entonces uno es verdaderamente libre, cuando ya todo da lo mismo y eso es triste, pero es todo lo que hay. Yo no tengo a donde regresar, pero no me importa mucho, es decir, no me importa nada, que los niños jueguen en las calles que les parecen propias, que el día pase frente a mis ojos, a estas alturas, ya puede pasar cualquier cosa y cualquier cosa es suficiente.
Llueve ahora, más y más cada segundo y justo enfrente de mí dos vehículos que van muy rápido se impactan uno contra otro. Otros más por allá corren veloces por la avenida, y yo, que quiero el Apocalipsis, quisiera a veces iniciar la catástrofe y aventarme al asfalto, ya nada importa, nada vale, no hay futuro.
Pero que siga el espectáculo, el circo de la vida; sólo que, cuando termine, quiero estar demasiado vivo para presenciarlo. Evidentemente, no puedo huir de mi protagonismo.
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