martes, 4 de noviembre de 2014

Notaciones para una suite del desamor - Alejandro Páez Varela

(Este es uno de los mejores textos de Páez Varela, lo leo una y otra vez y no le encuentro un mínimo defecto, por eso lo traigo acá, para compartirlo y trato de respetar en lo posible la estructura en la que aparece en su blog).


“El amor es sufrido, es benigno. El amor no tiene envidia, no es jactancioso, no se envanece. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”
–Primera de Corintios 13, 4-7
“El amor satisfecho conduce más a menudo a la desdicha que a la felicidad”
–Arthur Shopenhauer
p.jpgrimavera. Desde la ventana veo el parque y entiendo que se viene la fiesta. La risa de las jóvenes es divertimento en clavecín, y un viejo–tuba, redondo y lento, sigue discreto la letra mientras espera su turno con paciencia. Los adolescentes, flautines aspirantes a flauta barroca, dan gritos desafinados y retan a las trompetas. Los arbustos, cuerdas sin arpa, responden a los dedos del viento con graciosos tintineos que dan ganas de creerse la escena.
Papá clarinete ha sacado a pasear a su pequeño violín. El triángulo comparte chispas de chocolate con las percusiones, de por sí con problemas de peso.
Salgo de casa decidido a abandonar el encierro, y los árboles, que compran boletos para toda la temporada, saludan con sacudidas el bullicio que precede a la obertura (y yo, que busco acomodo en la orquesta, en señal de respeto les sonrío con una reverencia). La enredadera me ve, orgullosa, y me presume con muecas: “un año más –dice, un año más y llego al palco”. El puesto de flores es jaula de veterinaria, y las margaritas, los girasoles y las lilas, como gatos abandonados, me llaman con la pata y dicen, gimiendo: “llévanos contigo, llévanos a casa”.
Es primavera, y este corazón se queja por la pauta de violonchelo. Por un instante lamento ser el triste en esta fiesta. Pero luego me reprendo: “Entiende, eso eres: el chelo”. Convencido otra vez de mí, retuerzo los tornillos de Frankenstein que llevo en el cuello, afino mis tripas y saco la panza hasta que me cuelga entre las piernas.
La batuta da tres golpes suaves. Sin hacer ruido, apenado, tomo mi lugar –abajo, izquierda– en el parque-escenario.
Y al primer movimiento de arco me siento feliz de poder ocultar, entre tanto instrumento, la melodía invernal de los que, como yo, nacieron violonchelo.
Algo sobre el preludio
d.jpgebimos entender, desde el principio, que los fuegos pirotécnicos, las escalas y los arpegios son inherentes de los preludios. Que hay música en los desencuentros. Que los desfases y las aparentes descoordinaciones son fugas necesarias que repelen y atraen y repelen y finalmente funden esas cuatro manos en una sola melodía.
No lamento haberte conocido. Me da pena porque no fuimos sabios con el tiempo. Porque no pudimos esperar a que llegara nuestro andante o nuestro allegro; porque nos malgastamos en los contrapuntos. Me da pena porque nos graduamos en la escuela de los que archivan los rencores. No debimos hacerlo. Fuimos ocupando las cinco paralelas del corazón con notaciones amargas, hasta que abandonamos la orquesta: al tararear un segundo movimiento, sin saber que habíamos vencido, nos apresuramos a sentirnos cansados y los cansados dicen adiós.
No me quejo, pero no me dicen nada –aunque finja– las arboledas; no me cantan los silbatos del afilador; no me espantan los ladrones del barrio ni las noticias de los últimos días sobre el deshielo de los polos. No me mueven ni el viento ni las ganas de salir corriendo. El mundo puede irse a la derecha, si quiere, y no me sorprende porque las aventuras y el progreso, la música de sintetizador y los gobiernos perfectos, las letras suavecitas y los ateos o cristianos o musulmanes o judíos me tienen sin cuidado. Imagina: lo más entretenido, en estos días, es regresar a la estufa esa hoya en la que preparo un caldo con tus recuerdos.
Hasta hace poco, cada tarde salía a las calles y me sembraba en el piso. Sacaba un puñado de clavos y remachaba mis pies en la banqueta. Si al segundo día me esperaban cien personas, a la semana eran hordas que aplaudían y gritaban y lanzaban monedas o hacían piruetas. La tarde en que no me presenté se comentaron pocas cosas. Y aunque me conocían y sabían bien en dónde vivía, no me obsequiaban siquiera una mirada si me encontraban, por casualidad, en el mercado, la tintorería o la tienda. Así aprendí que la tristeza no se expone al sol, no se vuelve espectáculo porque llegan las moscas. Aprendí que los muertos no provocan siquiera la compasión de los sepultureros. Desde entonces la paso en este encierro, pensando en lo que no hicimos, en cómo dejamos que nos ganara el cansancio.
No fuimos sabios con el tiempo. Nos ganó un preludio, y como novatos, decepcionados, nos retiramos del concierto.
No lamento haberte conocido. En todo caso, lo juro, lamento haberme quedado con tantos recuerdos.

Gotas en el techo
q.jpgué te voy a contar si lo sabes todo; si fuiste todo. Pero lo escribo –mientras me saco los clavos del cuerpo– porque tengo la esperanza de que un día te despojes de mí, y te atrevas a leer estas cartas que, terminadas, son confeti que lanzo por la ventana. Paso mucho tiempo viendo por la ventana, ¿sabes? Antes era para fugarme, para no quererte tanto, para esquivarte la mirada; ahora es para confirmar que definitivamente no vuelves, y que dos inviernos deberían ser suficientes para entender que debo regresar, sin ti, a la cama.
Quisiera decirte que te abrigues bien, que te vaya bien en el trabajo, que voy por ti para tomar chocolate con pan en el cafetín de los chinos, en el centro de la ciudad, en esas calles que conquistamos caminando. Quisiera preguntarte si eres feliz, pero no lo hice cuando estábamos juntos, y ahora me parece ridículo dirigirme a las paredes sudadas de este cuarto. Maldito cuarto. Lo recorro diez o veinte veces en la madrugada, y caigo en cuenta que era mejor cuando estabas y algunos espacios me estaban vetados. Tu recámara, por ejemplo. O el pasillo que daba al baño, y ese mismo baño.
Lo peor del desamor es la duda: uno quisiera saber si todo lo que pasó fue realidad, o si lo inventamos para sentirnos queridos, o si los dos cerramos los ojos y soñamos que teníamos todo. La duda. Gota de agua que cae del techo a las cuatro de la mañana; menta amarga en la boca del estómago; perro negro que me sigue a los conciertos, al súper y al trabajo; que me espera en la banqueta o me acerca la silla para que no me caiga de borracho.
Lo peor de la duda es saber que hay poco tiempo para encontrar respuestas, antes de voltear la página y dar esto por terminado. Duermes poco porque intentas sacarle jugo a cada segundo; crees que la vida se te va, y entonces –es mi caso– te clavas los pies al suelo, escribes cartas. Y la pasas mal. La guapa que atiende la mesa te cierra un ojo a diario y tu la ves borrosa, con ganas de que no trajera la carta y se acordara, por amor de Dios, de tu orden (siempre la misma): consomé con arroz y tostadas sin queso y sin crema. “La sopa del día bla bla bla”, dice, girando el pie derecho sobre la puntitas del zapato. Le contestas, sin entender una papa lo que está pasando, sin atender un segundo la sonrisa en los labios: consomé y tostadas, carajo. (Ella debería saber que la tristeza no sabe de comidas corridas o de especiales del día; que no se lleva con los ruidos de las cucharas y las ollas. La tristeza exige alimentos a la carta).
Ahora mismo quisiera ver llover. Cuando era un chamaco me gustaba observar cómo resbalaban las gotas del tejado, hasta estrellarse en el suelo, trayéndose consigo piedritas en varios tonos de gris que contrastaban con lo blanco de la arena. Qué te voy a contar, si tu bien lo sabes. También las seguía con el dedo mientras cruzaban arriba-abajo el vidrio, y me excitaba pensar que, al terminar el chubasco, mi ciudad-desierto sería un jardín de flores y arboledas. Qué mentira. Hoy las gotas me persiguen prácticamente todos los meses del año. No tengo que esperar a que llueva porque llueve adentro del cuarto, o este cuarto suda porque cocino para más de uno, o es mi respiración, o el encierro. No me quejo del encierro. Se antoja irse de aquí, por supuesto. Afuera hay pocos lugares en donde quiero estar, y uno de ellos es detrás de ti. Dentro de ti. Arriba de ti o debajo de ti. Por eso no salgo. Por eso vivo del trabajo al encierro a los bares a los que hago que me siga el perro negro de la duda, que a estas alturas es buen aliado y se toma mis parrandas como su paseo.
La duda. Quisiera saber, por ejemplo, si los dos tuvimos la culpa o si solamente fui yo. Si había una tonada que pudimos haber seguido, y si tu, que sabías de su existencia, no me la diste porque me fingía sordo. La duda. Cuando me vaya, me quedarán muchas dudas sobre esta vida; nunca la de saber lo que fuiste para mí, corazón sangrante y helado.
Merece morir aquél que se acomode el corazón del lado equivocado para esquivar los dardos de la duda. Merece morir, también, aquél que pretenda vivir de un corazón prestado.
Violas nuevas
p.jpgorque estoy muerto, veo el fin del mundo como poca cosa y las películas me dan ganas de llorar, sin haber entendido siquiera la trama. Porque estoy muerto, y desde hace tiempo apesto, trato con cariño los residuos de plomo y nicotina en los pulmones, únicas partículas de mí (sin ser mías por completo) que no dan asco. Me dejaste sin hijos y ahora pongo pañales a cada gusano que me sale de los ojos; de ellos brotarán mis nietos, que no son flores de panteón sino motos Vespa en Italia, cardamomo en polvo para el té, títulos profesionales que se venden en el mercado negro del Distrito Federal, cuerdas de plata para violas nuevas, vinagre de miel, compota de manzana, foie-gras y residuos de orina, secos, en tubos de ensayo sobre anaqueles de un hospital-prisión moscovita donde se archivan horrores de cierta guerra fría.
Porque estoy muerto, vivo. Porque estoy muerto, siento. Porque no vendrás, te espero. Porque ya no estás, te canto.
Ruido de trombones
t.jpgomé la carretera con el corazón envuelto en un periódico. Vi el reloj: las dos de la mañana. Pasé las casetas y luego la desviación a Querétaro; olí la humedad y supe que la laguna estaba cerca. Vi la luna, enorme y abollada, bonachona y cacariza, acostada a nivel piso. Es Cuitzeo, me dije; el cielo se toma un descanso.
Estiré la mano al asiento del copiloto para tomar mi encargo. Chapoteaba sangre. Abrí el bulto y lo puse frente a mí: era un corazón rojo, brillante, cruzado por clavos de lado a lado.
Abrí la ventana y escuché los juncos. Tomé fuerte el corazón con la derecha: no me atreví a lanzarlo. Pensé en acelerar, en desviarme de la carretera. En dos segundos desistí. Reasumí el control y aplaqué las ganas.
Fue entonces que volteé los ojos al corazón con clavos, luego a la carretera, y me espantó una paloma perdida que volaba, polilla suicida, hacia las luces del auto. La vi golpear el parabrisas y sentí una lluvia ligera de polvo de vidrio. Frené a la mitad del asfalto. Abrí la puerta y me eché a correr.
Era una bola de plumas y carne. La encontré junto al carril de alta velocidad; la levanté del suelo y me la llevé al pecho. Respiré; aferrado a la almohada sangrante me hinqué a mitad de la carretera, y pensé –después de tener la mente en blanco–: “Voy a darme la oportunidad”. Vi el reloj otra vez y cerré los ojos. Había llovido, y la laguna, desbordada, hacía ruido. Pensé muy poco en el impacto.
Medio minuto, un minuto hincado. Me puse de pie. Solté los restos de la paloma y regresé al auto. Tomé el volante, me toqué el cuerpo: todo bien con las piernas, el estómago y los brazos. El corazón, de regreso al pecho, estaba temblando.
Merece morir, pensé, aquél que pretenda vivir sin corazón; merece morir el que lo traiga en un periódico doblado.
Olía a sangre fresca; de hecho, la llevaba en las manos. Seguí camino a Morelia, tranquilo y con sueño. Añoré la cama: eran las cinco pasaditas cuando vi la luna de Cuitzeo por el espejo del auto.
Los camiones de carga llenaron al carril de alta velocidad con su ruido de trombones.
Ese día dormí hasta tarde.
Tema principal
l.jpgos argentinos hablan, en voz baja, sobre formas migratorias y sobre el caso de dos expulsados, “que a pesar de que tenían buen trabajo fueron obligados a tomar su avión de regreso a Buenos Aires”. Hay un psicólogo entre nosotros, hombre amable y de fiar, que fue abandonado por su mujer hace ya casi veinte años y todavía la usa como ejemplo para ayudar a los deprimidos (entre crucigrama y crucigrama) en consultas de café por las que no cobra un centavo. Otra vez esa gordita, solterona de 40 años, que parece que se aburre en el banco de la barra pero no se queja porque aprovecha bien la tarde: se lame la espuma del capuchino con la lengua azul, y saborea a los jóvenes, la mayoría gay –ella no tiene por qué saberlo–, que presumen piernas musculosas, de libro vaquero, enaceitadas. Tres mujeres se dan cita para discutir sobre maridos y matrimonios y amarran sus perros en las sillas de las mesitas del exterior. Los adolescentes se esconden en el fondo para rozarse las puntas de los dedos y alguien los mira con ojos de malo –y lo entiendo–, no porque desapruebe que se toquen, cada quién, sino porque quiere impedir, antes de que sea demasiado tarde, una escena de melcocha de amor. Las niñas cruzan la calle gritándose nombres de novios, como hace una semana una pareja seleccionaba, en este mismo lugar, el nombre del nonato. El cielo contrasta su gris iluminado con el verde de los árboles. Un viejo arrastra los pies. El vendedor de pan muestra la canasta en la bicicleta. Los perros, que no viven un solo día sin hambre, abren y cierran el hocico lleno de saliva, jadeantes.
Miro todo esto desde mi punto de vigía. En cuanto salgo del trabajo me instalo aquí, en este torreón improvisado. Lo mismo hago sábados y domingos, de preferencia por la tarde, porque, no me creerás, ahora duermo, ahora permanezco más tiempo en la cama. De qué vale levantarse temprano, pienso. Para qué ponerme tenis y salir a correr, como me aconsejan, si nunca lo he hecho. Mejor pido café, fumo, me acuerdo de ti y veo gente.
No hay día que no piense en ti. De hecho, mi única esperanza, al salir con luz de sol, es encontrarte por allí, en donde sea, comprándote un vaso con fruta o un yogurt o un licuado. O haciendo cola en los cines. A eso, a buscarte entre la gente y a comprar palomitas y pendejadas en la dulcería, voy a los cines. Jamás entro. Reviso la cola de reojo para ver si apareces. Hago como que veo los carteles –que me valen una chingada– y alguna vez he preguntado las funciones para tal o cual película, y hago cara de interés profundo cuando inquiero: ¿y quién es el director?, como si realmente me interesara algo. No entro a las salas, como tampoco me atrevo a abandonar los linderos de este barrio-prisión en el que vivo. Me he trazado un perímetro y no cruzo hacia los lugares de la ciudad en los que estarás y te encontraré, con toda certeza. Te conozco bien; me conoces perfecto; sabemos en dónde estamos a cierta hora, y yo, a pesar de eso, pienso que un día, como las aves desorientadas, como los leones marinos o las focas o las ballenas que pierden la brújula por lo del calentamiento global y esas cosas, llegarás a los lugares que ahora frecuento, los más lejanos a ti, a pedir un café o un boleto de cine o una botella de vodka o pan de centeno. No me atreveré a saludarte. Te seguiré un par de cuadras. Comprarás vino y queso feta y entonces sabré que el mundo te sirve sin mi, definitivamente. No quiero enterarme. No quiero saber que rehaces tu vida porque será muy difícil regresar a casa a tirar a la basura los últimos rastros de tu existencia (más allá del dolor), que mantengo ocultos en rincones estratégicos: una bolsa, varios libros, un champú, algunos discos, tu olor (bendito olor que no se va ni con los diez mil cigarros que me fumo a diario) y la música, tu música, nuestro tema principal, que jamás notamos y que habrá de perderse. El desamor tiene fecha de caducidad, tu lo sabes, igual que la memoria.
Amor, mi dulce amor. Una mujer con pañoleta arrastra una caja de cartón; una niña que ayer me ofrecía chicles ahora carga la guitarra; esos dos reparten droga en los cientos de departamentos de solteros; llegaron los que destapan las coladeras; los mequetrefes brincan sobre los charcos; un hombre bien vestido y su esposa emperifollada miran los aparadores; los judíos que vienen de la sinagoga; esos otros traen tiznada la frente. Mientras, yo espero que entre tanta gente decente aparezca uno que de pronto me dispare a quemarropa; aquí, en donde estoy en las tardes; aquí, en mi torreón desarmado y sin defensas, del que no me levanto a menos de que aparezcan los mogoles, los persas, los visigodos o los aztecas dispuestos a que corra la sangre (de preferencia la mía), o a menos de que aparezca la señorita con la cuenta y advierta, ya molesta, que apagaron la cafetera porque simplemente está “en reparación”.
El desamor tiene fecha de caducidad. Desaparecerán también, espero, los argentinos, la niña, los judíos y los católicos, la señora de las joyas, los perros amarrados, la solterona del capuchino y los destapacoladeras.
Francamente quisiera que la vida tuviera un poco de prisa. Que se destaparan las ojivas nucleares del planeta y que miles de cohetes, vueltos locos, desquitaran su sueldo y destruyeran. Que no quede nada de pie. Que una piedra sobre otra se interprete como un acto público de indecencia y promiscuidad.
Reexposición con clavos
a.jpgrriero soy, de clavos. En mis corrales hay propios y ajenos. Si salgo a caminar, los descubro en los surcos de los rostro y los pastoreo como si fueran míos. Si recorro las banquetas, sé que estarán acurrucados en el canto de la acera. Si estoy acompañado, puedo ubicar los agudos y los que, de tan graves, prefieren esconderse bajo la mesa y emborracharse con lo que nos sobra. No es difícil verme por allí, con mi rebaño de clavos, de día o de noche, llamando a los descarriados por su nombre. (Como un apostolado. Se pierden amigos, obvio; las invitaciones a las fiestas escasean. Hay que comprenderlo: el pastor de clavos es pastor de miserias. Y a nadie le gustan los arrieros de la miseria).
Los buenos arrieros –como yo– con capaces de juntar suficientes clavos en una sola madrugada como para apuntalar los durmientes de un ferrocarril del Distrito Federal a Ciudad Juárez y de regreso, o para clavar un pie (el derecho, en la banqueta) de cada habitante en una ciudad mediana, como San Luis Potosí. No conozco un arriero similar a otro. Los hay de todo tipo: con familia, hijos, fortuna; los que pagan alquiler en el hotel de paso de Insurgentes; los gerentes de banco, los vecinos intachables, los relojeros, los burócratas federales; los del camión, los del metro, los de la tienda, los del mercado. Abundan los que sí duermen sus horas, y los sonámbulos que frecuentan los bares porque allí –han aprendido– los clavos son moneda de cambio. Pero son más los arrieros insomnes.
Los pastores de clavos (arrieros de penas, como también se les llama) tienen miles de fórmulas para apacentarlos. Conozco a los que los llevan al cine, único lugar que los acepta oficialmente durante el día. Otros los esconden en el trabajo o se bañan con ellos. Los rancheros engordan sus clavos; los chefs les enseñan cocina. Mi abuelo sacaba sus clavos a tomar sol; los depositaba con dulzura sobre el piso del patio y se sentaba a verlos bajo la higuera. (Comí de esa higuera. Le arrancaba hojas para verla llorar).
Antes, te decía, utilizaba los clavos para remacharme los pies en la banqueta. Supe después que los enfermos de parkinson, si quieren caminar, necesitan un estímulo táctil para que los pies despierten. Y sólo así se mueven. Recurren a bastones para irse dando golpecitos, o procuran que el pie en movimiento, al bajar, roce la pata de un mueble y les garantice el siguiente paso. Por eso dejé de clavarme a las banquetas. Qué pena, el parkinson del corazón.
Ahora acumulo clavos en el departamento. Noche tras noche. Voy cerrando las habitaciones en cuanto están llenas. Si ya son muchos y me ahogan, corro y tomo el martillo y me los gasto en el pentagrama que me rallaste en el corazón, con las uñas, el día en que te marchaste. Cada nota de esta melodía, imaginarás, la vivo con dolor.
Cuando me acabo los clavos y mi casa vuelve a quedar vacía, salgo a buscar más. Los hay en el traje del señor de bigotito que paga para que las muchachas le bailen; están en los rostros de los casados y de los solteros, en el de la señora que pasea el perro; los patean los futbolistas en la televisión y los gritan los que venden camotes con miel en las calles. Clavos da de mamar una madre a sus hijos, creo. Clavos lleva la joven bajo la blusa.
Arriero de penas soy. Pastoreo clavos.
Notas sueltas
l.jpgas palomas hicieron del techo vecino un portaaviones. Todas las mañanas las veo aterrizar y despegar, peligrosamente, y me espanto porque andarán cargadas de bombas. Hace fresco, y me siento Tora Bora humeando.
Me escondo en una taza de café. He dejado el cigarro para evitar los radares de aves y de cánceres.
***
Voy a correr a las aves del corazón, a los caracoles del corazón, a los clavos del corazón. Y luego los voy a atrapar. Porque no quiero a nadie por su voluntad: busco prisioneros.
He sentido un balazo en la nuca más de una vez, y se siente poco. Hay soluciones que no serán, jamás, suficientes.
***
Alguien tiene recetas para todos los males, dicen. Alguien que no soy yo, seguramente.
(Para mirar al sol sin que te duela, comentan los muertos, es necesario sacarse los ojos primero).
Coda con cencerro
a.jpgnda, ven, te muestro: he colgado en la ventana un pequeño cencerro que se mueve con el viento, y al roce del badajo suena seco y delicado como si fueran tus nudillos palpitándome en la puerta. Invento teorías sobre cómo te convenciste (tú que no tienes estos gestos) para llegar tan lejos (un tercer piso) a pedirme que por favor te abra.
Por las mañanas camino el barrio e imagino que alguien se aparece entre los autos y me roza el hombro, y dice: “hey”, con tu tono. Que luego me acompaña al café. Que lee conmigo la prensa. Que se despide porque se nos ha hecho tarde, y dice que regresará de noche. Por eso duermo ligero, atento al sonido de la puerta, que es, lo sé, la música que el cencerro me dedica –y bendito también el viento–: hermosas sonatinas cortas, mentiras deliberadas, notitas de esperanza que plagio impunemente para hacer, en estas largas madrugadas, una breve suite del desamor.

Music on: Let my love open the door - Eddie Vedder
Quote: "What did my fingers do before they held him?" Sylvia Plath
Reading: La telenovela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse - A.E. Quintero

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