lunes, 5 de julio de 2010

Laetitia

Nunca me dijo su nombre, sólo que no le gustaba y que yo podía nombrarla como quisiera. Apareció un día de invierno en la orilla del espejo, es una niña de eternos nueve años que viste un vestido blanco y usa un moño grande en la cabeza, tiene una memoria prodigiosa y en su cabeza se almacenan recuerdos de toda la vida que ya vivió y que no quiso continuar, dice que prefirió volver a ser niña y no llegar a saber nada más.

Yo la llamé Laetitia, el nombre de la alegría, en latín, aunque en realidad la niña eterna no suele estar alegre, quizá es la única cosa que no recuerda. La niña es agradable y sincera, no hace ruido nunca y se queda casi siempre de aquel lado del espejo en silencio.

A veces platico con ella. En su cuerpo de niña guarda la sabiduría de un anciano y la experiencia de toda una vida. Cuando recuerda se nublan sus grandes ojos claros, pero nunca me deja ver las lágrimas que de ellos salen por las noches. Sé que ha llorado porque al amanecer su piel está más seca; le toma días recobrar la humedad que roba del vapor que se escapa de mi cuarto de baño o de las plantas que descansan en la puerta de la entrada.

Anoche la encontré encogida en la esquina del espejo, más pequeña y más sucia. Me dijo que su padre acababa de morir, y que se arrepentía mucho de no haberle hablado nunca, ni desde que supo que la enfermedad lo estaba consumiendo. 

Laetitia estaba contándome mi propio destino. A mi padre nunca lo conocí, pero aquel hombre que hizo su papel hace años estaba ahora fuera de mi vida. Enfermó, yo tuve miedo y no quise ser responsable, finalmente, pensaba, es sólo un hombre que se acostaba con mi madre hace años y que ella decidió sacarlo de su vida.

Esta tarde murió mi padre y no hubo nadie que lo acompañara en su entierro. Laetitia, silenciosa como siempre, humecta su piel con las lágrimas que he llorado.




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Quote: "Las verdades aplastantes desaparecen al ser reconocidas." Albert Camus
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