"La literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes" André Breton
viernes, 26 de diciembre de 2014
Navidad, mi Navidad
Desde hace mucho tiempo no creo en Dios, en ninguna de sus manifestaciones, en especial en el Dios católico, a quien considero un tirano chantajista y cuyo dogma tiene demasiadas contradicciones y sentencias absurdas. Sin embargo, celebro la Navidad con mi familia, porque es una de las pocas tradiciones que me parecen loables y que, en el fondo, sí demuestran un deseo por convivir, compartir y regalar desinteresadamente.
Así es en mi familia, el recuerdo que tengo desde las primeras Navidades se ha perpetuado, mi mamá hace lo posible por que las cosas se hagan de la misma manera: un árbol colosal, repleto de luces y adornos, instalado en la sala y rodeado por una pila impresionante de regalos. En mi familia, dar regalos en Navidad es un ritual importante, el único que hasta la fecha sigo teniendo en común con todos ellos; en Navidad se trata de regalar, de todos para todos, sin decir quién compró qué cosa, sólo interesados en dar, por el simple hecho de dar. Así lo he seguido haciendo, pues creo que una celebridad católica bastante tergiversada ha desembocado, en mi caso, en un acto sincero de convivencia, de modo que, aunque una de mis tías no me hable desde hace más de un año, compró un regalo para mí, y no sólo uno, estoy segura, sino dos o tres, quizá cuatro; igualmente, a pesar de todo, yo tuve un regalo para todos los reunidos en la mesa, tratando de seguir adelante con la bella tradición de dar y pasarla bien.
Cabe mencionar que aun siendo niña, mi mamá nunca me hizo creer en Santa Claus; yo siempre supe que los regalos venían de mi familia, lo cual hizo que valorara más, incluso a mi corta edad, el esfuerzo y dedicación de cada uno de ellos para pensar en algo, envolverlo, regalarlo. Esto me parece mucho más importante que atribuirle toda la felicidad a un señor del que poco conocemos y que se convierte en un engaño barato que, honestamente, no tiene ningún sentido.
Afortunadamente, acabo de pasar otra Navidad así, con todas las cosas bonitas que recuerdo, con menos gente, eso sí, porque no somos una familia grande y menos una que se reproduzca y al pasar del tiempo he visto cómo se han muerto varias personas que solían hacer que la cena fuera en dos turnos pues no cabían todos en la mesa para poder comer todos al mismo tiempo; sin embargo, las cosas importantes continúan, aunque ahora sobren asientos en la casa. Además del árbol existe un nacimiento, claro, pero en mi familia, en serio, es más importante cenar juntos y dar regalos que arrullar y cantarle al niño, como lo hacen varias familiar que siguen la tradición "al pie de la letra".
Insisto, es una de las pocas cosas que sigo teniendo en común con mi familia, y creo que, a pesar de las diferencias, existe esta fecha para no dejarnos separar, a pesar de todas nuestras diferencias. El tiempo provoca los cambios más grandes en las personas y por eso aún celebro que se pueda, aunque sea una vez al año, hallar la manera de hacer que el pasado se siga perpetuando de la misma manera.
Music on: Just breathe - Pearl Jam
Quote: "Tu verdad me asegura que nada fue mentira. Y mientras yo te sienta, tú me serás, dolor, la prueba de otra vida en que no me dolías". Pedro Salinas
Reading: Arrancada de raíz - Catherine Rousselet
miércoles, 17 de diciembre de 2014
El vacío
Escribo porque yo, un día, adolescente,
me incliné ante un espejo y no había nadie.
¿Se da cuenta? El vacío. Y junto a mí
los otros chorreaban importancia
Rosario Castellanos
Un error terrible es pensar que algún día,
alguna persona llegará a cumplir todas nuestras expectativas. Uno más terrible es, sin embargo, dejar que los otros nos llenen y seguir luchando para recibir sin entender que el fundamento de la vida está en la soledad.
Vivimos sólo un pastiche de lo que deseamos,
nada es, en realidad, lo que soñamos, vamos construyendo piedra por piedra un
monumento, sin calcular que no somos arquitectos y que estamos armando de
manera empírica, sin fundamentos, jugando a la prueba y el error, hasta más o
menos materializar ese esfuerzo.
Bueno, quizá estoy generalizando, quizá sólo
me pasa a mí, la que se enajena, la que, a pesar de saber la naturaleza de ciertas cosas, desea que
no sean ciertas; y, de cuando en cuando, por más segura que esté la balsa, me
hundo. Yo, la compradora compulsiva de ilusiones, la que cree, la que se obsesiona
por llenar un hueco que debe ser llenado por mí misma. Eso: yo y el hueco, yo y
el vacío, yo y la búsqueda constante por llenarlo, conmigo o con otros, con placebos, con lo que sea.
Mis castillos se caen, cometo errores en la
construcción minuciosa de mis proyectos. No dejo de pensar que soy Sísifo, pero
sin lograr la felicidad del fracaso. No dejo de pensar que todas mis empresas
son, en realidad, una travesía cuesta arriba, cargando barriles de chapopote y
basura. Así: construyo mi vida en la basura, esperando que en ella pueda cosechar
flores, flores que cumplan los sueños y vaticinios luminosos de un mundo que
promete, que da esperanza; no retoños moribundos y hediondos, no gusanos y carroña.
Music on: Heaven knows I'm miserable now - The Smiths
Quote:"Even this late it happens: the coming of light, the coming of love" Mark Stand
Reading: Arrancada de raíz - Catherine Rousselet
sábado, 6 de diciembre de 2014
Sobre las despedidas II
En mi caso, insisto, las despedidas me cuestan mucho trabajo. No logro entender -y esto me ha dado vueltas en la cabeza por años- cómo dos personas que solían compartir su vida y que forjaron tantas cosas juntas, tengan que llegar a despedirse así sin más, para convertirse en completos extraños.
No soy partidaria de estas acciones, sin embargo, sé que, en ocasiones, no hay mejor salida que esa. Me causa pesar que una persona que solía amarte se convierta en alguien que prefiere evitarte. ¿Cómo se llega a eso? O que uno, por más cariño que le tenga a alguien prefiera mantenerse al margen, para no lastimarse más. Claro que existe el Síndrome de Estocolmo (padecimiento del que robo el nombre y que he optado en usar como una conducta recurrente en mi vida); como sea, que pasen estas cosas me parece terrible.
Hay tres personas en las que pienso constantemente, tres personas que formaron parte importante de mi vida y ahora me han despojado de su existencia; lo más curioso es, creo, que cada que, consciente de ser una persona no grata en sus vidas, caigo en la tontera de preguntarme: "¿por qué tenemos que permanecer alejados?" Sé que es sólo parte de las inexplicables leyes de la vida, de las mil cosas de este mundo que no termino de entender; yo y mi estúpida sensación de nostalgia, yo y mi absurdo deseo de reparar lo irreparable, de no dejar fluir, de perpetuar los instantes bellos, vivir de ellos, buscar estirarlos y hacerlos perennes. Sí, yo y mis ridículas obsesiones.
El caso es que estas personas rondan mi cabeza seguido aunque ya no forman parte de mi vida. Y sigo cuestionándome montones de tonterías: cómo hacer para reconstruirnos, qué pasaría si les escribo por el whatsapp -pues sé que siguen vivos debido a sus constantes horas de conexión-, qué podría decirles en caso de animarme a escribir, y, de hacerlo, si acaso podría cambiar algo. Pero también me pregunto ¿Cómo puedo estar nostalgiando a personas que me hicieron daño? Síndrome de Estocolmo, eufemismo de mi propia estupidez.
Sé que debo aceptar que no toda la gente quiere quedarse, y no sólo eso, sino que no tiene por qué quedarse. Pero aceptar, eso no me es sencillo. No puedo simplemente aceptar que alguien me diga "prefiero evitarte" o "no quiero hablar contigo porque esta vez quiero hacer las cosas bien". Con esos argumentos pareciera que yo hice cosas terriblísimas y no debería azotarme ni tratar de reconstruir, o quizá mejor debería pedir perdón o algo por el estilo, pues parece que fui la causante de todo el desmadre que nos alejó. No fue así, en serio que no. Las cosas se rompen, uno es como es, la gente es como es, y a veces es imposible mantener el equilibrio, la tensión es demasiada y lo sano es huir.
Como sea, siempre he tenido problemas con "soltar"; por impulsos estúpidos (pues no creo que deba decir que son razones) regreso y regreso, trato de encontrar otras posibilidades de pasado. Creo que las despedidas serán un fracaso eterno conmigo, otro fracaso más aunado a la gran serie que ya llevo a cuestas. Y aunque sé que como dice Lispector "recordarse con nostalgia es como despedirse otra vez" parece que de alguna manera disfruto regresar a esa nostalgia pintada de rosa tratando de encontrar un atisbo de belleza, tratando de rememorar la alegría de un instante. Y de inmediato caigo en la monserga de creer que si las cosas no funcionaron, debió haber sido mi culpa, mi manera de actuar, mi insuficiencia, mi ser tan irremediablemente prescindible. No sé por qué, exactamente, pero presento esta suerte de patología. He tratado de no ceder al impulso de rebajarme y arrastrarme ante estas personas -que me han humillado e insultado-, he evitado iniciar cualquier conversación insulsa o hacer acto de presencia, de alguna manera, en sus vidas. Mi parte racional me dice que no me conviene hacer eso, aunque mi parte sentimentaloide e imbécil muere de ganas por regresar.
Concluyo lo mismo, se me hace tristísimo y terrible tenerse que separar de manera tan atroz, tener que aceptar que la gente cambia y que de un momento a otro puede decirte que te quiere y luego que ya no quiere hablar contigo ni saber de ti; que igual, en cuestión de minutos, la relación es cordial y bonita y luego se transforma en un discurso en el cual existe odio y y muere el deseo por continuar sabiendo el uno del otro. Y regreso a lo mismo también: hay que acostumbrarse a que la vida no es bonita y las cosas no son como uno las quiere ni puede tener todo lo que desea. Acostumbrarse, eso. Y usar la cabeza para no mendigar el cariño que creemos merecer. En fin.
Music on: Rise to me - The decemberists
Quote: "La manera más segura de no llegar a ser muy infeliz es no queriendo ser muy feliz". Arthur Schopenhauer
Reading: Ariel - Sylvia Plath
sábado, 8 de noviembre de 2014
60 days of your love
Quererte. Saberte de memoria, amor, entero. Cerrar los ojos y tenerte a mi lado, segura de todos los detalles de tu anatomía y cómo hacerlos empatar con la mía. No hay palabras para tanta plenitud, si acaso, sólo existe el miedo de dejar de ser tan plena y no saber cómo conservar la eternidad. Hay tantos versos que leo y ahora son tuyos, tuyos todos ellos porque si bien la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes, no se puede negar que la literatura nos abre nuevos horizontes, re-bautiza las cosas, les da esa magia trascendente, única y primigenia. Hay versos que ya son tuyos, que ya son nuestros, ¿recuerdas este?
No olvides nuestros versos, apréndeme de memoria como yo ya te he aprendido, como ahora te sé. Acuérdate de Cortázar, de que las casualidades no existen, aunque parezca que lo hacen, que, como escribió Ernesto Sabato: "No hay casualidades sino destino" y que tú eres la única y verdadera tierra prometida a la cual mi barco podría llegar, que todo el cansancio acumulado por años de navegación errática e insuficiencia terminaron en tus brazos, en tu piel. Recuerda siempre a Cortázar y las palabras que han salido de su pluma, que todos tenemos imágenes precisas para decir cómo son las magdalenas de la memoria enamorada, que la mía consiste en esto: un abrazo a mitad de la noche y una sensación de ternura capaz de alterar universos enteros. Recuerda, mi cielo, todas las luces que viven en la ráfaga de tu más profunda piel. Recuerda que una vez te platiqué de La Maga y de Oliveira y de los encuentros casuales y de esto:
No tengo manera de agradecer tu necedad e insistencia, tu beso, el cual me cambió por completo, e hizo que desde mis más agonizantes destellos saliera una luz tan brillante y tan tibia que pudo haber sido capaz de dar vida a un mundo. Ya lo había dicho Paz, que había dos momentos de magia que podían detener el devenir incontrolable del tiempo. Esos momentos hacían del instante un lugar de eternidad, del presente algo perpetuo: "el mundo nace cuando dos se besan", porque esos dos momentos se encuentran, uno en la poesía y otro en el amor. Te amo tanto como jamás soñé hacerlo, es un amor manso y alegre, en paz, un amor que por primera vez en mi existencia, no duele. Y yo que pensaba que la única manera de alcanzar mi eternidad era por el dolor y jamás por cosas bellas. Rosario Castellanos escribió uno de los poemas más hermosos del mundo. Después de la elegía en que se declara una piedra, llegó a la perfección y a la desnudez con este:
Tú me sacaste de la fosa común, me dijiste que, en realidad, tú y yo no éramos tan distintos. Y has sido la persona que no ve a través de mí sino que me ve a mí, has sido la persona que siempre sabe dónde estoy, la persona que no se va. Yo estoy también aquí y estaré a tu lado y sé que contigo no moriré en la epidemia del desprecio. Tú me sacaste de la fosa común. Y yo quiero seguir adelante con la oportunidad de hacerlo todo contigo, de conquistar el mundo, de saber que sí, que un beso hace nacer al universo, que no hay nada más grande que tenerte a mi lado y dormir entre tus brazos, nada más grande, que todo esto es realidad, que no debo temer el despertar porque estoy viviendo un sueño. Hace unos días te conté de Philip Glass y quiero que esto que aquí sigue contribuya a seguir construyendo esta historia, porque el amor también se construye y se cuida y se alimenta y yo estoy totalmente entregada a la tarea de verlo florecer y regar el jardín a nuestro antojo para seguir teniendo el amor luminoso y radiante:
Tú eres una luz que no muere, lo más hermoso en mi vida. Te amo tanto que en mi sangre vives tú. Y nada me ha hecho más feliz que amarte. Gracias por tan poco tiempo pero tan intenso y tan bello.
Music on: George Harrison - Wah wah
Quote: "¿Y si morir tuviese el sabor de la comida cuando se tiene mucha hambre?" Clarice Lispector
Reading: Las batallas en el desierto - José Emilio Pacheco
martes, 4 de noviembre de 2014
Notaciones para una suite del desamor - Alejandro Páez Varela
(Este es uno de los mejores textos de Páez Varela, lo leo una y otra vez y no le encuentro un mínimo defecto, por eso lo traigo acá, para compartirlo y trato de respetar en lo posible la estructura en la que aparece en su blog).
Music on: Let my love open the door - Eddie Vedder
Quote: "What did my fingers do before they held him?" Sylvia Plath
Reading: La telenovela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse - A.E. Quintero
“El amor es sufrido, es benigno. El amor no tiene envidia, no es jactancioso, no se envanece. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”
–Primera de Corintios 13, 4-7
–Primera de Corintios 13, 4-7
“El amor satisfecho conduce más a menudo a la desdicha que a la felicidad”
–Arthur Shopenhauer
–Arthur Shopenhauer
rimavera. Desde la ventana veo el parque y entiendo que se viene la fiesta. La risa de las jóvenes es divertimento en clavecín, y un viejo–tuba, redondo y lento, sigue discreto la letra mientras espera su turno con paciencia. Los adolescentes, flautines aspirantes a flauta barroca, dan gritos desafinados y retan a las trompetas. Los arbustos, cuerdas sin arpa, responden a los dedos del viento con graciosos tintineos que dan ganas de creerse la escena.
Papá clarinete ha sacado a pasear a su pequeño violín. El triángulo comparte chispas de chocolate con las percusiones, de por sí con problemas de peso.
Salgo de casa decidido a abandonar el encierro, y los árboles, que compran boletos para toda la temporada, saludan con sacudidas el bullicio que precede a la obertura (y yo, que busco acomodo en la orquesta, en señal de respeto les sonrío con una reverencia). La enredadera me ve, orgullosa, y me presume con muecas: “un año más –dice, un año más y llego al palco”. El puesto de flores es jaula de veterinaria, y las margaritas, los girasoles y las lilas, como gatos abandonados, me llaman con la pata y dicen, gimiendo: “llévanos contigo, llévanos a casa”.
Es primavera, y este corazón se queja por la pauta de violonchelo. Por un instante lamento ser el triste en esta fiesta. Pero luego me reprendo: “Entiende, eso eres: el chelo”. Convencido otra vez de mí, retuerzo los tornillos de Frankenstein que llevo en el cuello, afino mis tripas y saco la panza hasta que me cuelga entre las piernas.
La batuta da tres golpes suaves. Sin hacer ruido, apenado, tomo mi lugar –abajo, izquierda– en el parque-escenario.
Y al primer movimiento de arco me siento feliz de poder ocultar, entre tanto instrumento, la melodía invernal de los que, como yo, nacieron violonchelo.
Salgo de casa decidido a abandonar el encierro, y los árboles, que compran boletos para toda la temporada, saludan con sacudidas el bullicio que precede a la obertura (y yo, que busco acomodo en la orquesta, en señal de respeto les sonrío con una reverencia). La enredadera me ve, orgullosa, y me presume con muecas: “un año más –dice, un año más y llego al palco”. El puesto de flores es jaula de veterinaria, y las margaritas, los girasoles y las lilas, como gatos abandonados, me llaman con la pata y dicen, gimiendo: “llévanos contigo, llévanos a casa”.
Es primavera, y este corazón se queja por la pauta de violonchelo. Por un instante lamento ser el triste en esta fiesta. Pero luego me reprendo: “Entiende, eso eres: el chelo”. Convencido otra vez de mí, retuerzo los tornillos de Frankenstein que llevo en el cuello, afino mis tripas y saco la panza hasta que me cuelga entre las piernas.
La batuta da tres golpes suaves. Sin hacer ruido, apenado, tomo mi lugar –abajo, izquierda– en el parque-escenario.
Y al primer movimiento de arco me siento feliz de poder ocultar, entre tanto instrumento, la melodía invernal de los que, como yo, nacieron violonchelo.
Algo sobre el preludio
ebimos entender, desde el principio, que los fuegos pirotécnicos, las escalas y los arpegios son inherentes de los preludios. Que hay música en los desencuentros. Que los desfases y las aparentes descoordinaciones son fugas necesarias que repelen y atraen y repelen y finalmente funden esas cuatro manos en una sola melodía.
No lamento haberte conocido. Me da pena porque no fuimos sabios con el tiempo. Porque no pudimos esperar a que llegara nuestro andante o nuestro allegro; porque nos malgastamos en los contrapuntos. Me da pena porque nos graduamos en la escuela de los que archivan los rencores. No debimos hacerlo. Fuimos ocupando las cinco paralelas del corazón con notaciones amargas, hasta que abandonamos la orquesta: al tararear un segundo movimiento, sin saber que habíamos vencido, nos apresuramos a sentirnos cansados y los cansados dicen adiós.
No me quejo, pero no me dicen nada –aunque finja– las arboledas; no me cantan los silbatos del afilador; no me espantan los ladrones del barrio ni las noticias de los últimos días sobre el deshielo de los polos. No me mueven ni el viento ni las ganas de salir corriendo. El mundo puede irse a la derecha, si quiere, y no me sorprende porque las aventuras y el progreso, la música de sintetizador y los gobiernos perfectos, las letras suavecitas y los ateos o cristianos o musulmanes o judíos me tienen sin cuidado. Imagina: lo más entretenido, en estos días, es regresar a la estufa esa hoya en la que preparo un caldo con tus recuerdos.
Hasta hace poco, cada tarde salía a las calles y me sembraba en el piso. Sacaba un puñado de clavos y remachaba mis pies en la banqueta. Si al segundo día me esperaban cien personas, a la semana eran hordas que aplaudían y gritaban y lanzaban monedas o hacían piruetas. La tarde en que no me presenté se comentaron pocas cosas. Y aunque me conocían y sabían bien en dónde vivía, no me obsequiaban siquiera una mirada si me encontraban, por casualidad, en el mercado, la tintorería o la tienda. Así aprendí que la tristeza no se expone al sol, no se vuelve espectáculo porque llegan las moscas. Aprendí que los muertos no provocan siquiera la compasión de los sepultureros. Desde entonces la paso en este encierro, pensando en lo que no hicimos, en cómo dejamos que nos ganara el cansancio.
No fuimos sabios con el tiempo. Nos ganó un preludio, y como novatos, decepcionados, nos retiramos del concierto.
No lamento haberte conocido. En todo caso, lo juro, lamento haberme quedado con tantos recuerdos.
No lamento haberte conocido. Me da pena porque no fuimos sabios con el tiempo. Porque no pudimos esperar a que llegara nuestro andante o nuestro allegro; porque nos malgastamos en los contrapuntos. Me da pena porque nos graduamos en la escuela de los que archivan los rencores. No debimos hacerlo. Fuimos ocupando las cinco paralelas del corazón con notaciones amargas, hasta que abandonamos la orquesta: al tararear un segundo movimiento, sin saber que habíamos vencido, nos apresuramos a sentirnos cansados y los cansados dicen adiós.
No me quejo, pero no me dicen nada –aunque finja– las arboledas; no me cantan los silbatos del afilador; no me espantan los ladrones del barrio ni las noticias de los últimos días sobre el deshielo de los polos. No me mueven ni el viento ni las ganas de salir corriendo. El mundo puede irse a la derecha, si quiere, y no me sorprende porque las aventuras y el progreso, la música de sintetizador y los gobiernos perfectos, las letras suavecitas y los ateos o cristianos o musulmanes o judíos me tienen sin cuidado. Imagina: lo más entretenido, en estos días, es regresar a la estufa esa hoya en la que preparo un caldo con tus recuerdos.
Hasta hace poco, cada tarde salía a las calles y me sembraba en el piso. Sacaba un puñado de clavos y remachaba mis pies en la banqueta. Si al segundo día me esperaban cien personas, a la semana eran hordas que aplaudían y gritaban y lanzaban monedas o hacían piruetas. La tarde en que no me presenté se comentaron pocas cosas. Y aunque me conocían y sabían bien en dónde vivía, no me obsequiaban siquiera una mirada si me encontraban, por casualidad, en el mercado, la tintorería o la tienda. Así aprendí que la tristeza no se expone al sol, no se vuelve espectáculo porque llegan las moscas. Aprendí que los muertos no provocan siquiera la compasión de los sepultureros. Desde entonces la paso en este encierro, pensando en lo que no hicimos, en cómo dejamos que nos ganara el cansancio.
No fuimos sabios con el tiempo. Nos ganó un preludio, y como novatos, decepcionados, nos retiramos del concierto.
No lamento haberte conocido. En todo caso, lo juro, lamento haberme quedado con tantos recuerdos.
Gotas en el techo
ué te voy a contar si lo sabes todo; si fuiste todo. Pero lo escribo –mientras me saco los clavos del cuerpo– porque tengo la esperanza de que un día te despojes de mí, y te atrevas a leer estas cartas que, terminadas, son confeti que lanzo por la ventana. Paso mucho tiempo viendo por la ventana, ¿sabes? Antes era para fugarme, para no quererte tanto, para esquivarte la mirada; ahora es para confirmar que definitivamente no vuelves, y que dos inviernos deberían ser suficientes para entender que debo regresar, sin ti, a la cama.
Quisiera decirte que te abrigues bien, que te vaya bien en el trabajo, que voy por ti para tomar chocolate con pan en el cafetín de los chinos, en el centro de la ciudad, en esas calles que conquistamos caminando. Quisiera preguntarte si eres feliz, pero no lo hice cuando estábamos juntos, y ahora me parece ridículo dirigirme a las paredes sudadas de este cuarto. Maldito cuarto. Lo recorro diez o veinte veces en la madrugada, y caigo en cuenta que era mejor cuando estabas y algunos espacios me estaban vetados. Tu recámara, por ejemplo. O el pasillo que daba al baño, y ese mismo baño.
Lo peor del desamor es la duda: uno quisiera saber si todo lo que pasó fue realidad, o si lo inventamos para sentirnos queridos, o si los dos cerramos los ojos y soñamos que teníamos todo. La duda. Gota de agua que cae del techo a las cuatro de la mañana; menta amarga en la boca del estómago; perro negro que me sigue a los conciertos, al súper y al trabajo; que me espera en la banqueta o me acerca la silla para que no me caiga de borracho.
Lo peor de la duda es saber que hay poco tiempo para encontrar respuestas, antes de voltear la página y dar esto por terminado. Duermes poco porque intentas sacarle jugo a cada segundo; crees que la vida se te va, y entonces –es mi caso– te clavas los pies al suelo, escribes cartas. Y la pasas mal. La guapa que atiende la mesa te cierra un ojo a diario y tu la ves borrosa, con ganas de que no trajera la carta y se acordara, por amor de Dios, de tu orden (siempre la misma): consomé con arroz y tostadas sin queso y sin crema. “La sopa del día bla bla bla”, dice, girando el pie derecho sobre la puntitas del zapato. Le contestas, sin entender una papa lo que está pasando, sin atender un segundo la sonrisa en los labios: consomé y tostadas, carajo. (Ella debería saber que la tristeza no sabe de comidas corridas o de especiales del día; que no se lleva con los ruidos de las cucharas y las ollas. La tristeza exige alimentos a la carta).
Ahora mismo quisiera ver llover. Cuando era un chamaco me gustaba observar cómo resbalaban las gotas del tejado, hasta estrellarse en el suelo, trayéndose consigo piedritas en varios tonos de gris que contrastaban con lo blanco de la arena. Qué te voy a contar, si tu bien lo sabes. También las seguía con el dedo mientras cruzaban arriba-abajo el vidrio, y me excitaba pensar que, al terminar el chubasco, mi ciudad-desierto sería un jardín de flores y arboledas. Qué mentira. Hoy las gotas me persiguen prácticamente todos los meses del año. No tengo que esperar a que llueva porque llueve adentro del cuarto, o este cuarto suda porque cocino para más de uno, o es mi respiración, o el encierro. No me quejo del encierro. Se antoja irse de aquí, por supuesto. Afuera hay pocos lugares en donde quiero estar, y uno de ellos es detrás de ti. Dentro de ti. Arriba de ti o debajo de ti. Por eso no salgo. Por eso vivo del trabajo al encierro a los bares a los que hago que me siga el perro negro de la duda, que a estas alturas es buen aliado y se toma mis parrandas como su paseo.
La duda. Quisiera saber, por ejemplo, si los dos tuvimos la culpa o si solamente fui yo. Si había una tonada que pudimos haber seguido, y si tu, que sabías de su existencia, no me la diste porque me fingía sordo. La duda. Cuando me vaya, me quedarán muchas dudas sobre esta vida; nunca la de saber lo que fuiste para mí, corazón sangrante y helado.
Merece morir aquél que se acomode el corazón del lado equivocado para esquivar los dardos de la duda. Merece morir, también, aquél que pretenda vivir de un corazón prestado.
Quisiera decirte que te abrigues bien, que te vaya bien en el trabajo, que voy por ti para tomar chocolate con pan en el cafetín de los chinos, en el centro de la ciudad, en esas calles que conquistamos caminando. Quisiera preguntarte si eres feliz, pero no lo hice cuando estábamos juntos, y ahora me parece ridículo dirigirme a las paredes sudadas de este cuarto. Maldito cuarto. Lo recorro diez o veinte veces en la madrugada, y caigo en cuenta que era mejor cuando estabas y algunos espacios me estaban vetados. Tu recámara, por ejemplo. O el pasillo que daba al baño, y ese mismo baño.
Lo peor del desamor es la duda: uno quisiera saber si todo lo que pasó fue realidad, o si lo inventamos para sentirnos queridos, o si los dos cerramos los ojos y soñamos que teníamos todo. La duda. Gota de agua que cae del techo a las cuatro de la mañana; menta amarga en la boca del estómago; perro negro que me sigue a los conciertos, al súper y al trabajo; que me espera en la banqueta o me acerca la silla para que no me caiga de borracho.
Lo peor de la duda es saber que hay poco tiempo para encontrar respuestas, antes de voltear la página y dar esto por terminado. Duermes poco porque intentas sacarle jugo a cada segundo; crees que la vida se te va, y entonces –es mi caso– te clavas los pies al suelo, escribes cartas. Y la pasas mal. La guapa que atiende la mesa te cierra un ojo a diario y tu la ves borrosa, con ganas de que no trajera la carta y se acordara, por amor de Dios, de tu orden (siempre la misma): consomé con arroz y tostadas sin queso y sin crema. “La sopa del día bla bla bla”, dice, girando el pie derecho sobre la puntitas del zapato. Le contestas, sin entender una papa lo que está pasando, sin atender un segundo la sonrisa en los labios: consomé y tostadas, carajo. (Ella debería saber que la tristeza no sabe de comidas corridas o de especiales del día; que no se lleva con los ruidos de las cucharas y las ollas. La tristeza exige alimentos a la carta).
Ahora mismo quisiera ver llover. Cuando era un chamaco me gustaba observar cómo resbalaban las gotas del tejado, hasta estrellarse en el suelo, trayéndose consigo piedritas en varios tonos de gris que contrastaban con lo blanco de la arena. Qué te voy a contar, si tu bien lo sabes. También las seguía con el dedo mientras cruzaban arriba-abajo el vidrio, y me excitaba pensar que, al terminar el chubasco, mi ciudad-desierto sería un jardín de flores y arboledas. Qué mentira. Hoy las gotas me persiguen prácticamente todos los meses del año. No tengo que esperar a que llueva porque llueve adentro del cuarto, o este cuarto suda porque cocino para más de uno, o es mi respiración, o el encierro. No me quejo del encierro. Se antoja irse de aquí, por supuesto. Afuera hay pocos lugares en donde quiero estar, y uno de ellos es detrás de ti. Dentro de ti. Arriba de ti o debajo de ti. Por eso no salgo. Por eso vivo del trabajo al encierro a los bares a los que hago que me siga el perro negro de la duda, que a estas alturas es buen aliado y se toma mis parrandas como su paseo.
La duda. Quisiera saber, por ejemplo, si los dos tuvimos la culpa o si solamente fui yo. Si había una tonada que pudimos haber seguido, y si tu, que sabías de su existencia, no me la diste porque me fingía sordo. La duda. Cuando me vaya, me quedarán muchas dudas sobre esta vida; nunca la de saber lo que fuiste para mí, corazón sangrante y helado.
Merece morir aquél que se acomode el corazón del lado equivocado para esquivar los dardos de la duda. Merece morir, también, aquél que pretenda vivir de un corazón prestado.
Violas nuevas
orque estoy muerto, veo el fin del mundo como poca cosa y las películas me dan ganas de llorar, sin haber entendido siquiera la trama. Porque estoy muerto, y desde hace tiempo apesto, trato con cariño los residuos de plomo y nicotina en los pulmones, únicas partículas de mí (sin ser mías por completo) que no dan asco. Me dejaste sin hijos y ahora pongo pañales a cada gusano que me sale de los ojos; de ellos brotarán mis nietos, que no son flores de panteón sino motos Vespa en Italia, cardamomo en polvo para el té, títulos profesionales que se venden en el mercado negro del Distrito Federal, cuerdas de plata para violas nuevas, vinagre de miel, compota de manzana, foie-gras y residuos de orina, secos, en tubos de ensayo sobre anaqueles de un hospital-prisión moscovita donde se archivan horrores de cierta guerra fría.
Porque estoy muerto, vivo. Porque estoy muerto, siento. Porque no vendrás, te espero. Porque ya no estás, te canto.
Porque estoy muerto, vivo. Porque estoy muerto, siento. Porque no vendrás, te espero. Porque ya no estás, te canto.
Ruido de trombones
omé la carretera con el corazón envuelto en un periódico. Vi el reloj: las dos de la mañana. Pasé las casetas y luego la desviación a Querétaro; olí la humedad y supe que la laguna estaba cerca. Vi la luna, enorme y abollada, bonachona y cacariza, acostada a nivel piso. Es Cuitzeo, me dije; el cielo se toma un descanso.
Estiré la mano al asiento del copiloto para tomar mi encargo. Chapoteaba sangre. Abrí el bulto y lo puse frente a mí: era un corazón rojo, brillante, cruzado por clavos de lado a lado.
Abrí la ventana y escuché los juncos. Tomé fuerte el corazón con la derecha: no me atreví a lanzarlo. Pensé en acelerar, en desviarme de la carretera. En dos segundos desistí. Reasumí el control y aplaqué las ganas.
Fue entonces que volteé los ojos al corazón con clavos, luego a la carretera, y me espantó una paloma perdida que volaba, polilla suicida, hacia las luces del auto. La vi golpear el parabrisas y sentí una lluvia ligera de polvo de vidrio. Frené a la mitad del asfalto. Abrí la puerta y me eché a correr.
Era una bola de plumas y carne. La encontré junto al carril de alta velocidad; la levanté del suelo y me la llevé al pecho. Respiré; aferrado a la almohada sangrante me hinqué a mitad de la carretera, y pensé –después de tener la mente en blanco–: “Voy a darme la oportunidad”. Vi el reloj otra vez y cerré los ojos. Había llovido, y la laguna, desbordada, hacía ruido. Pensé muy poco en el impacto.
Medio minuto, un minuto hincado. Me puse de pie. Solté los restos de la paloma y regresé al auto. Tomé el volante, me toqué el cuerpo: todo bien con las piernas, el estómago y los brazos. El corazón, de regreso al pecho, estaba temblando.
Merece morir, pensé, aquél que pretenda vivir sin corazón; merece morir el que lo traiga en un periódico doblado.
Olía a sangre fresca; de hecho, la llevaba en las manos. Seguí camino a Morelia, tranquilo y con sueño. Añoré la cama: eran las cinco pasaditas cuando vi la luna de Cuitzeo por el espejo del auto.
Los camiones de carga llenaron al carril de alta velocidad con su ruido de trombones.
Ese día dormí hasta tarde.
Estiré la mano al asiento del copiloto para tomar mi encargo. Chapoteaba sangre. Abrí el bulto y lo puse frente a mí: era un corazón rojo, brillante, cruzado por clavos de lado a lado.
Abrí la ventana y escuché los juncos. Tomé fuerte el corazón con la derecha: no me atreví a lanzarlo. Pensé en acelerar, en desviarme de la carretera. En dos segundos desistí. Reasumí el control y aplaqué las ganas.
Fue entonces que volteé los ojos al corazón con clavos, luego a la carretera, y me espantó una paloma perdida que volaba, polilla suicida, hacia las luces del auto. La vi golpear el parabrisas y sentí una lluvia ligera de polvo de vidrio. Frené a la mitad del asfalto. Abrí la puerta y me eché a correr.
Era una bola de plumas y carne. La encontré junto al carril de alta velocidad; la levanté del suelo y me la llevé al pecho. Respiré; aferrado a la almohada sangrante me hinqué a mitad de la carretera, y pensé –después de tener la mente en blanco–: “Voy a darme la oportunidad”. Vi el reloj otra vez y cerré los ojos. Había llovido, y la laguna, desbordada, hacía ruido. Pensé muy poco en el impacto.
Medio minuto, un minuto hincado. Me puse de pie. Solté los restos de la paloma y regresé al auto. Tomé el volante, me toqué el cuerpo: todo bien con las piernas, el estómago y los brazos. El corazón, de regreso al pecho, estaba temblando.
Merece morir, pensé, aquél que pretenda vivir sin corazón; merece morir el que lo traiga en un periódico doblado.
Olía a sangre fresca; de hecho, la llevaba en las manos. Seguí camino a Morelia, tranquilo y con sueño. Añoré la cama: eran las cinco pasaditas cuando vi la luna de Cuitzeo por el espejo del auto.
Los camiones de carga llenaron al carril de alta velocidad con su ruido de trombones.
Ese día dormí hasta tarde.
Tema principal
os argentinos hablan, en voz baja, sobre formas migratorias y sobre el caso de dos expulsados, “que a pesar de que tenían buen trabajo fueron obligados a tomar su avión de regreso a Buenos Aires”. Hay un psicólogo entre nosotros, hombre amable y de fiar, que fue abandonado por su mujer hace ya casi veinte años y todavía la usa como ejemplo para ayudar a los deprimidos (entre crucigrama y crucigrama) en consultas de café por las que no cobra un centavo. Otra vez esa gordita, solterona de 40 años, que parece que se aburre en el banco de la barra pero no se queja porque aprovecha bien la tarde: se lame la espuma del capuchino con la lengua azul, y saborea a los jóvenes, la mayoría gay –ella no tiene por qué saberlo–, que presumen piernas musculosas, de libro vaquero, enaceitadas. Tres mujeres se dan cita para discutir sobre maridos y matrimonios y amarran sus perros en las sillas de las mesitas del exterior. Los adolescentes se esconden en el fondo para rozarse las puntas de los dedos y alguien los mira con ojos de malo –y lo entiendo–, no porque desapruebe que se toquen, cada quién, sino porque quiere impedir, antes de que sea demasiado tarde, una escena de melcocha de amor. Las niñas cruzan la calle gritándose nombres de novios, como hace una semana una pareja seleccionaba, en este mismo lugar, el nombre del nonato. El cielo contrasta su gris iluminado con el verde de los árboles. Un viejo arrastra los pies. El vendedor de pan muestra la canasta en la bicicleta. Los perros, que no viven un solo día sin hambre, abren y cierran el hocico lleno de saliva, jadeantes.
Miro todo esto desde mi punto de vigía. En cuanto salgo del trabajo me instalo aquí, en este torreón improvisado. Lo mismo hago sábados y domingos, de preferencia por la tarde, porque, no me creerás, ahora duermo, ahora permanezco más tiempo en la cama. De qué vale levantarse temprano, pienso. Para qué ponerme tenis y salir a correr, como me aconsejan, si nunca lo he hecho. Mejor pido café, fumo, me acuerdo de ti y veo gente.
No hay día que no piense en ti. De hecho, mi única esperanza, al salir con luz de sol, es encontrarte por allí, en donde sea, comprándote un vaso con fruta o un yogurt o un licuado. O haciendo cola en los cines. A eso, a buscarte entre la gente y a comprar palomitas y pendejadas en la dulcería, voy a los cines. Jamás entro. Reviso la cola de reojo para ver si apareces. Hago como que veo los carteles –que me valen una chingada– y alguna vez he preguntado las funciones para tal o cual película, y hago cara de interés profundo cuando inquiero: ¿y quién es el director?, como si realmente me interesara algo. No entro a las salas, como tampoco me atrevo a abandonar los linderos de este barrio-prisión en el que vivo. Me he trazado un perímetro y no cruzo hacia los lugares de la ciudad en los que estarás y te encontraré, con toda certeza. Te conozco bien; me conoces perfecto; sabemos en dónde estamos a cierta hora, y yo, a pesar de eso, pienso que un día, como las aves desorientadas, como los leones marinos o las focas o las ballenas que pierden la brújula por lo del calentamiento global y esas cosas, llegarás a los lugares que ahora frecuento, los más lejanos a ti, a pedir un café o un boleto de cine o una botella de vodka o pan de centeno. No me atreveré a saludarte. Te seguiré un par de cuadras. Comprarás vino y queso feta y entonces sabré que el mundo te sirve sin mi, definitivamente. No quiero enterarme. No quiero saber que rehaces tu vida porque será muy difícil regresar a casa a tirar a la basura los últimos rastros de tu existencia (más allá del dolor), que mantengo ocultos en rincones estratégicos: una bolsa, varios libros, un champú, algunos discos, tu olor (bendito olor que no se va ni con los diez mil cigarros que me fumo a diario) y la música, tu música, nuestro tema principal, que jamás notamos y que habrá de perderse. El desamor tiene fecha de caducidad, tu lo sabes, igual que la memoria.
Amor, mi dulce amor. Una mujer con pañoleta arrastra una caja de cartón; una niña que ayer me ofrecía chicles ahora carga la guitarra; esos dos reparten droga en los cientos de departamentos de solteros; llegaron los que destapan las coladeras; los mequetrefes brincan sobre los charcos; un hombre bien vestido y su esposa emperifollada miran los aparadores; los judíos que vienen de la sinagoga; esos otros traen tiznada la frente. Mientras, yo espero que entre tanta gente decente aparezca uno que de pronto me dispare a quemarropa; aquí, en donde estoy en las tardes; aquí, en mi torreón desarmado y sin defensas, del que no me levanto a menos de que aparezcan los mogoles, los persas, los visigodos o los aztecas dispuestos a que corra la sangre (de preferencia la mía), o a menos de que aparezca la señorita con la cuenta y advierta, ya molesta, que apagaron la cafetera porque simplemente está “en reparación”.
El desamor tiene fecha de caducidad. Desaparecerán también, espero, los argentinos, la niña, los judíos y los católicos, la señora de las joyas, los perros amarrados, la solterona del capuchino y los destapacoladeras.
Francamente quisiera que la vida tuviera un poco de prisa. Que se destaparan las ojivas nucleares del planeta y que miles de cohetes, vueltos locos, desquitaran su sueldo y destruyeran. Que no quede nada de pie. Que una piedra sobre otra se interprete como un acto público de indecencia y promiscuidad.
Miro todo esto desde mi punto de vigía. En cuanto salgo del trabajo me instalo aquí, en este torreón improvisado. Lo mismo hago sábados y domingos, de preferencia por la tarde, porque, no me creerás, ahora duermo, ahora permanezco más tiempo en la cama. De qué vale levantarse temprano, pienso. Para qué ponerme tenis y salir a correr, como me aconsejan, si nunca lo he hecho. Mejor pido café, fumo, me acuerdo de ti y veo gente.
No hay día que no piense en ti. De hecho, mi única esperanza, al salir con luz de sol, es encontrarte por allí, en donde sea, comprándote un vaso con fruta o un yogurt o un licuado. O haciendo cola en los cines. A eso, a buscarte entre la gente y a comprar palomitas y pendejadas en la dulcería, voy a los cines. Jamás entro. Reviso la cola de reojo para ver si apareces. Hago como que veo los carteles –que me valen una chingada– y alguna vez he preguntado las funciones para tal o cual película, y hago cara de interés profundo cuando inquiero: ¿y quién es el director?, como si realmente me interesara algo. No entro a las salas, como tampoco me atrevo a abandonar los linderos de este barrio-prisión en el que vivo. Me he trazado un perímetro y no cruzo hacia los lugares de la ciudad en los que estarás y te encontraré, con toda certeza. Te conozco bien; me conoces perfecto; sabemos en dónde estamos a cierta hora, y yo, a pesar de eso, pienso que un día, como las aves desorientadas, como los leones marinos o las focas o las ballenas que pierden la brújula por lo del calentamiento global y esas cosas, llegarás a los lugares que ahora frecuento, los más lejanos a ti, a pedir un café o un boleto de cine o una botella de vodka o pan de centeno. No me atreveré a saludarte. Te seguiré un par de cuadras. Comprarás vino y queso feta y entonces sabré que el mundo te sirve sin mi, definitivamente. No quiero enterarme. No quiero saber que rehaces tu vida porque será muy difícil regresar a casa a tirar a la basura los últimos rastros de tu existencia (más allá del dolor), que mantengo ocultos en rincones estratégicos: una bolsa, varios libros, un champú, algunos discos, tu olor (bendito olor que no se va ni con los diez mil cigarros que me fumo a diario) y la música, tu música, nuestro tema principal, que jamás notamos y que habrá de perderse. El desamor tiene fecha de caducidad, tu lo sabes, igual que la memoria.
Amor, mi dulce amor. Una mujer con pañoleta arrastra una caja de cartón; una niña que ayer me ofrecía chicles ahora carga la guitarra; esos dos reparten droga en los cientos de departamentos de solteros; llegaron los que destapan las coladeras; los mequetrefes brincan sobre los charcos; un hombre bien vestido y su esposa emperifollada miran los aparadores; los judíos que vienen de la sinagoga; esos otros traen tiznada la frente. Mientras, yo espero que entre tanta gente decente aparezca uno que de pronto me dispare a quemarropa; aquí, en donde estoy en las tardes; aquí, en mi torreón desarmado y sin defensas, del que no me levanto a menos de que aparezcan los mogoles, los persas, los visigodos o los aztecas dispuestos a que corra la sangre (de preferencia la mía), o a menos de que aparezca la señorita con la cuenta y advierta, ya molesta, que apagaron la cafetera porque simplemente está “en reparación”.
El desamor tiene fecha de caducidad. Desaparecerán también, espero, los argentinos, la niña, los judíos y los católicos, la señora de las joyas, los perros amarrados, la solterona del capuchino y los destapacoladeras.
Francamente quisiera que la vida tuviera un poco de prisa. Que se destaparan las ojivas nucleares del planeta y que miles de cohetes, vueltos locos, desquitaran su sueldo y destruyeran. Que no quede nada de pie. Que una piedra sobre otra se interprete como un acto público de indecencia y promiscuidad.
Reexposición con clavos
rriero soy, de clavos. En mis corrales hay propios y ajenos. Si salgo a caminar, los descubro en los surcos de los rostro y los pastoreo como si fueran míos. Si recorro las banquetas, sé que estarán acurrucados en el canto de la acera. Si estoy acompañado, puedo ubicar los agudos y los que, de tan graves, prefieren esconderse bajo la mesa y emborracharse con lo que nos sobra. No es difícil verme por allí, con mi rebaño de clavos, de día o de noche, llamando a los descarriados por su nombre. (Como un apostolado. Se pierden amigos, obvio; las invitaciones a las fiestas escasean. Hay que comprenderlo: el pastor de clavos es pastor de miserias. Y a nadie le gustan los arrieros de la miseria).
Los buenos arrieros –como yo– con capaces de juntar suficientes clavos en una sola madrugada como para apuntalar los durmientes de un ferrocarril del Distrito Federal a Ciudad Juárez y de regreso, o para clavar un pie (el derecho, en la banqueta) de cada habitante en una ciudad mediana, como San Luis Potosí. No conozco un arriero similar a otro. Los hay de todo tipo: con familia, hijos, fortuna; los que pagan alquiler en el hotel de paso de Insurgentes; los gerentes de banco, los vecinos intachables, los relojeros, los burócratas federales; los del camión, los del metro, los de la tienda, los del mercado. Abundan los que sí duermen sus horas, y los sonámbulos que frecuentan los bares porque allí –han aprendido– los clavos son moneda de cambio. Pero son más los arrieros insomnes.
Los pastores de clavos (arrieros de penas, como también se les llama) tienen miles de fórmulas para apacentarlos. Conozco a los que los llevan al cine, único lugar que los acepta oficialmente durante el día. Otros los esconden en el trabajo o se bañan con ellos. Los rancheros engordan sus clavos; los chefs les enseñan cocina. Mi abuelo sacaba sus clavos a tomar sol; los depositaba con dulzura sobre el piso del patio y se sentaba a verlos bajo la higuera. (Comí de esa higuera. Le arrancaba hojas para verla llorar).
Antes, te decía, utilizaba los clavos para remacharme los pies en la banqueta. Supe después que los enfermos de parkinson, si quieren caminar, necesitan un estímulo táctil para que los pies despierten. Y sólo así se mueven. Recurren a bastones para irse dando golpecitos, o procuran que el pie en movimiento, al bajar, roce la pata de un mueble y les garantice el siguiente paso. Por eso dejé de clavarme a las banquetas. Qué pena, el parkinson del corazón.
Ahora acumulo clavos en el departamento. Noche tras noche. Voy cerrando las habitaciones en cuanto están llenas. Si ya son muchos y me ahogan, corro y tomo el martillo y me los gasto en el pentagrama que me rallaste en el corazón, con las uñas, el día en que te marchaste. Cada nota de esta melodía, imaginarás, la vivo con dolor.
Cuando me acabo los clavos y mi casa vuelve a quedar vacía, salgo a buscar más. Los hay en el traje del señor de bigotito que paga para que las muchachas le bailen; están en los rostros de los casados y de los solteros, en el de la señora que pasea el perro; los patean los futbolistas en la televisión y los gritan los que venden camotes con miel en las calles. Clavos da de mamar una madre a sus hijos, creo. Clavos lleva la joven bajo la blusa.
Arriero de penas soy. Pastoreo clavos.
Los buenos arrieros –como yo– con capaces de juntar suficientes clavos en una sola madrugada como para apuntalar los durmientes de un ferrocarril del Distrito Federal a Ciudad Juárez y de regreso, o para clavar un pie (el derecho, en la banqueta) de cada habitante en una ciudad mediana, como San Luis Potosí. No conozco un arriero similar a otro. Los hay de todo tipo: con familia, hijos, fortuna; los que pagan alquiler en el hotel de paso de Insurgentes; los gerentes de banco, los vecinos intachables, los relojeros, los burócratas federales; los del camión, los del metro, los de la tienda, los del mercado. Abundan los que sí duermen sus horas, y los sonámbulos que frecuentan los bares porque allí –han aprendido– los clavos son moneda de cambio. Pero son más los arrieros insomnes.
Los pastores de clavos (arrieros de penas, como también se les llama) tienen miles de fórmulas para apacentarlos. Conozco a los que los llevan al cine, único lugar que los acepta oficialmente durante el día. Otros los esconden en el trabajo o se bañan con ellos. Los rancheros engordan sus clavos; los chefs les enseñan cocina. Mi abuelo sacaba sus clavos a tomar sol; los depositaba con dulzura sobre el piso del patio y se sentaba a verlos bajo la higuera. (Comí de esa higuera. Le arrancaba hojas para verla llorar).
Antes, te decía, utilizaba los clavos para remacharme los pies en la banqueta. Supe después que los enfermos de parkinson, si quieren caminar, necesitan un estímulo táctil para que los pies despierten. Y sólo así se mueven. Recurren a bastones para irse dando golpecitos, o procuran que el pie en movimiento, al bajar, roce la pata de un mueble y les garantice el siguiente paso. Por eso dejé de clavarme a las banquetas. Qué pena, el parkinson del corazón.
Ahora acumulo clavos en el departamento. Noche tras noche. Voy cerrando las habitaciones en cuanto están llenas. Si ya son muchos y me ahogan, corro y tomo el martillo y me los gasto en el pentagrama que me rallaste en el corazón, con las uñas, el día en que te marchaste. Cada nota de esta melodía, imaginarás, la vivo con dolor.
Cuando me acabo los clavos y mi casa vuelve a quedar vacía, salgo a buscar más. Los hay en el traje del señor de bigotito que paga para que las muchachas le bailen; están en los rostros de los casados y de los solteros, en el de la señora que pasea el perro; los patean los futbolistas en la televisión y los gritan los que venden camotes con miel en las calles. Clavos da de mamar una madre a sus hijos, creo. Clavos lleva la joven bajo la blusa.
Arriero de penas soy. Pastoreo clavos.
Notas sueltas
as palomas hicieron del techo vecino un portaaviones. Todas las mañanas las veo aterrizar y despegar, peligrosamente, y me espanto porque andarán cargadas de bombas. Hace fresco, y me siento Tora Bora humeando.
Me escondo en una taza de café. He dejado el cigarro para evitar los radares de aves y de cánceres.
Me escondo en una taza de café. He dejado el cigarro para evitar los radares de aves y de cánceres.
***
Voy a correr a las aves del corazón, a los caracoles del corazón, a los clavos del corazón. Y luego los voy a atrapar. Porque no quiero a nadie por su voluntad: busco prisioneros.
He sentido un balazo en la nuca más de una vez, y se siente poco. Hay soluciones que no serán, jamás, suficientes.
Voy a correr a las aves del corazón, a los caracoles del corazón, a los clavos del corazón. Y luego los voy a atrapar. Porque no quiero a nadie por su voluntad: busco prisioneros.
He sentido un balazo en la nuca más de una vez, y se siente poco. Hay soluciones que no serán, jamás, suficientes.
***
Alguien tiene recetas para todos los males, dicen. Alguien que no soy yo, seguramente.
(Para mirar al sol sin que te duela, comentan los muertos, es necesario sacarse los ojos primero).
Alguien tiene recetas para todos los males, dicen. Alguien que no soy yo, seguramente.
(Para mirar al sol sin que te duela, comentan los muertos, es necesario sacarse los ojos primero).
Coda con cencerro
nda, ven, te muestro: he colgado en la ventana un pequeño cencerro que se mueve con el viento, y al roce del badajo suena seco y delicado como si fueran tus nudillos palpitándome en la puerta. Invento teorías sobre cómo te convenciste (tú que no tienes estos gestos) para llegar tan lejos (un tercer piso) a pedirme que por favor te abra.
Por las mañanas camino el barrio e imagino que alguien se aparece entre los autos y me roza el hombro, y dice: “hey”, con tu tono. Que luego me acompaña al café. Que lee conmigo la prensa. Que se despide porque se nos ha hecho tarde, y dice que regresará de noche. Por eso duermo ligero, atento al sonido de la puerta, que es, lo sé, la música que el cencerro me dedica –y bendito también el viento–: hermosas sonatinas cortas, mentiras deliberadas, notitas de esperanza que plagio impunemente para hacer, en estas largas madrugadas, una breve suite del desamor.
Por las mañanas camino el barrio e imagino que alguien se aparece entre los autos y me roza el hombro, y dice: “hey”, con tu tono. Que luego me acompaña al café. Que lee conmigo la prensa. Que se despide porque se nos ha hecho tarde, y dice que regresará de noche. Por eso duermo ligero, atento al sonido de la puerta, que es, lo sé, la música que el cencerro me dedica –y bendito también el viento–: hermosas sonatinas cortas, mentiras deliberadas, notitas de esperanza que plagio impunemente para hacer, en estas largas madrugadas, una breve suite del desamor.
Music on: Let my love open the door - Eddie Vedder
Quote: "What did my fingers do before they held him?" Sylvia Plath
Reading: La telenovela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse - A.E. Quintero
lunes, 13 de octubre de 2014
El jardín
"...and I shall be useful when I lay down finally..."
Sylvia Plath
No quería el jardín para vivir
sino para contemplarlo en toda la belleza desbordada en cada uno de los seres ahí contenidos.
Quería la sombra de sosiego en sus árboles
y la calma de yacer sin pensar,
de ser fruto caído y maduro,
fruto que algún
día servirá y saciará.
Quería quedarme quieta como ese fruto listo
para devorarse,
yacer,
esperar como aquellos rebosantes de vida
sin vivirse, inmóviles,
descansando en aguardo del destino,
de una mano que los tome,
de una vida que los necesite.
Sé que también soy un fruto maduro que la
tierra expulsa
y que debe cumplir su función
y esperar
y nutrir
y servir.
Pero no todos los frutos sirven.
El jardín escondía, entre su vivacidad y su
luz,
los retazos oscuros de varios frutos secos.
A esos también los contemplaba con la misma
vehemencia,
segura de su belleza como de su perennidad.
Entonces supe que el jardín que yo buscaba
no era el de las luces y los colores
sino el de la putrefacción,
que mi yacer
entre la espera formaba parte de otro destino,
que yo no iba a
ser nunca un fruto que sirviera para saciar,
que yo
pertenecía al grupo aquel de olores rancios y pieles secas,
que yo me
quedaría ahí yaciendo inerte hasta la pudrición.
Corrijo:
sí quería el jardín para vivir,
lo quise desde siempre identificada con aquella especie en abandono,
hecha menos.
Porque vivir es también esperar y no
lograr,
esperar y no servir,
esperar y marchitarse.
Music on: Chasing cars - Snow Patrol
Quote: "Cuando le das a alguien todo tu corazón y no lo quiere no lo puedes tener de regreso, ya se ha ido para siempre." Sylvia Plath
Reading: Cuenta regresiva - A. E. Quintero
lunes, 29 de septiembre de 2014
Entre mares alados
El próximo 15 de octubre a las 13:00
horas se realizará la presentación editorial de Entre mares alados, mi
siguiente libro de poesía. Estaré, junto con escritores y editores de Ediciones y punto a cargo de la presentación, la cual se realizará en el marco de la Feria Internacional del Libro en el Zócalo. A continuación dejo una imagen del libro y
una selección. Allá nos vemos.
II.
Irse con el trinar del último
pájaro,
desdoblar el recuerdo con los pasos
atrapados en la niebla,
alzar las velas con el día fenecido
y la noche apenas puesta,
andar al final del barco sin pensar
jamás en su principio,
seguir la luz del alba venidera que
baña un alegre destino.
Viajar,
renacer,
olvidar.
Esta noche parto con el silencio que
existe antes del llanto, con el alma encanecida y la nostalgia en su cenit.
Me voy en el parpadeo, en el
instante de sombra,
antes de que la soledad invada por
completo la cordura de mis pensamientos.
III.
Buscar el lugar perfecto,
la palabra primigenia.
Buscar ese amanecer en que no
necesitemos a los muertos y no tengamos que escondernos del silencio.
Buscar el halo transparente del alba
calma donde no pensemos en los vivos que también están muertos.
Buscar otro argumento,
otra puerta de salida,
gritar hacia el adentro,
estallar las venas en alarido
intenso.
Buscar otra vez
el vacío alegre en el alma niña,
la mansedumbre de la soledad.
Buscar
el camino de luz entre el parpadeo
de un sueño y otro.
Buscar sin cesar hasta perder los
ojos
y las uñas
y el latido
y la piel,
hasta cansar a la misma noche y
extinguir el tiempo, hasta la vida,
hasta encontrar la eternidad.
IV.
Entre el muro y el suelo hay una
hoguera de cal,
en su centro trazo un rito
consumado, pongo la noche sobre mis ojos para olvidar la aurora de tu cuerpo.
Me llevo a cuestas mi dolor niño,
niño es porque no sabe, porque no
discrimina, porque crece.
Music on: Barely legal - The Strokes
Quote: "Perdiéndote me pierdo.
vivo para buscarte, como la sombra errante, y desde hace mucho todo ha perdido
sentido". Friedrich Hölderlin
Reading: Anagnórisis - Tomás Segovia
jueves, 11 de septiembre de 2014
La puerta de salida
1. Ver llover
He
estado mirando hacia la ventana por largos lapsos desde hace algún tiempo, no
es que tenga un paisaje espectacular que ver, pero de unos días para acá me
gusta ver llover. Hace unas horas me ha despertado la lluvia, el chisporroteo
constante incrustado en el aluminio y los vidrios de las ventanas cortaron el
sueño y descubrí, no sin tristeza, que es tu nombre el primero que sigue
apareciéndose al despertar. Me levanté y vi llover, las gotas salpican los
toldos, parecen vivas a través de las luces, cambian su consistencia a la vista
y se transforman en materia sólida como insectos danzantes sobre la
luminosidad. No sé por qué me acuerdo de ti aún más cuando veo llover. Quizá es
porque la última noche que pasamos juntos llovía, porque me despertaste pues pensaste que ya se nos había hecho tarde. Estaba oscuro y llovía; las
noches de agosto suelen ser lluviosas y muchas de las nuestras, las trascurridas en
hoteles, lo fueron. Yo despertaba con frecuencia justo a la mitad para escuchar
llover y para mirarte dormir, una delicia indescriptible, una ternura que hoy duele. Ahora sólo veo llover y me invade una calma que se
instala en mis ojos con la brisa de la nostalgia y acaso, a veces, con un aroma
que mi memoria reproduce. No hace mucho que disfruto ver llover, tal vez desde
la ausencia, estos meses deberían haber sido suficientes para entender que nadie me espera en la cama, pero no ha sido así. Entonces veo llover.
Cuando miro la lluvia, frecuentemente
pienso en la muerte, no sé por qué, quizá sea su hipnotismo, su frío, su nostalgia; la lluvia produce un estertor ligero que lleva a un estado
de reflexión intenso, más que pensar en la muerte como un suceso o un fin, como
la antítesis de la vida, la encuentro como un triunfo ante ella, aunque en
realidad no lo sea. La muerte, esa única y verdadera renuncia, la respuesta cuando
todo, al fin, puede perder sentido. Pienso a veces que hay muchas cosas peores
que la muerte y que una de ellas es la pesadez de la vida y ser un cobarde que
no tiene el valor para terminarla: seguir viviendo en alienación, sin
posibilidad de triunfo y tener que acostumbrarse a eso. Entonces veo llover y
la falta de movimiento nocturno entre la cadencia del diluvio me calma. Para
todos llueve igual, pienso, me consuelo.
También
está lloviendo dentro de mí, de una forma un poco distinta. Esa lluvia no es
liberación ni limpieza, esa lluvia no tiene por dónde escapar si no es a través
de unas cuantas letras que consiguen fugarse. No sé muy bien si tengo una razón
para escribir ahora con el pensamiento volcado en tu persona, escribir sabiendo
que no hay tapujos ni indirectas, que todo esto es para ti y que disfrutar y
mostrar mis carencias es también parte de mí. Pienso que quizá sólo necesito
decir porque si digo puedo fluir como fluye la
lluvia, que si me quedo callada, el agua que de por sí pueblan mis pulmones
puede ahogarme, que los caudales están llegando a la altura de la garganta. Siento
que debo decir todo lo que siento para no olvidarlo, no para intentar no
sentirlo, sino para sentirlo otra vez y trascenderlo. Seguro fracasaré, porque
eso es lo que hago, esperar inmóvil a que el mundo deje de ser tan terrible,
esperar estática sin poderme acoplar al movimiento del resto de los seres. Ser
espectadora, ver llover, porque me creo poseedora de un destino que me deja quieta,
echada en el pasto o mirando sin ser partícipe del mundo, pesando, porque tengo
un defecto irreparable que nadie podrá si quiera intervenir.
2. La piedra en la cima
Pocas
veces reparo en la nula compasión de los transeúntes, pero cuando uno llora en
el transporte público todos voltean la cara hacia otro lado. No necesito la
compasión de nadie, estoy segura de que todos guardan penas más grandes, pero
es abrumadora la sensación de afrontar la tristeza y, de paso, el desinterés.
Debo acostumbrarme a eso, al desinterés, a que uno puede ir por la vida en
agonía o no y da lo mismo. Hace algunos meses me sentía capaz de dominar el
mundo, lo sentía así porque estabas tú ahí, haciendo vida conmigo. ¿Qué es eso
de hacer vida?, me pregunto mientras regreso a mis antiguos hábitos, a ir a
Starbucks a llenarme de una soledad engañosa, a rodearme de otros que pretenden
leer o trabajar, voy a leer nada más, hasta que el muchacho que recoge los
envases vacíos me pregunta si no voy a consumir algo. Regreso a lo que siento
que es mío desde antes de conocerte: la escritura, aunque ahora esta tenga todo
que ver contigo, aunque no pueda desenterrarte de las cosas más mínimas que
realizo. Regreso a rituales perdidos, a remendar fracasos declarados, a cubrir
todas mis paredes con imágenes, por puro miedo al vacío. Y entonces, ¿qué fue
eso de hacer vida contigo? Un engaño, una mentira que entonces me había
fabricado a mi antojo y que creía y disfrutaba.
No
es que esté descubriendo el hilo negro de nada, deberíamos estar acostumbrados
al derrumbe, pero, por alguna extraña razón, aunque sabemos de finales
inmediatos, creemos en las promesas y en esas cosas que luego dice la gente,
frases que involucran el temido: “para siempre”. Mentiras, deberíamos
acostumbrarnos a las mentiras y, sobre todo, a entender. Entender que la
desesperanza es el pan de todos los días, que el fracaso es la única agua que
nos quitará la sed porque la sed es generada por las esperanzas, que las esperanzas
también son alimañas que no necesitamos en la vida, que siempre –otra vez el
siempre- hay que tratar de romper los ciclos, que nada permanece, que todo es
mutable, que las lágrimas de hoy, por cierto, tampoco serán eternas, que quizá
el día de mañana serán sonrisas en algún momento y que esas sonrisas también
terminarán.
Todo
se derrumba. Pero el derrumbe implica nuevos comienzos, es la inercia de la
vida, esto: recomenzar o renunciar. Así que he comenzado a hacer otras cosas,
engañada de nuevo, pensando que todas ellas las hago por mí aunque secretamente
sea tu sombra quien las impulsa. Mejor eso que renunciar, mejor hacer de cuenta
que algo, aunque otra cosa y entrar al mundo del simulacro, mejor intentar que
enloquecer y deprimirme. Me
hice un tatuaje porque me di cuenta de que no quería seguir viviendo sin hacer lo
que realmente quería. No soy una persona que se aferre a los símbolos, pero
pensé que el tatuaje podía simbolizar la transformación y decidí que iniciaba
una nueva etapa en mi vida, sin ti. Una etapa que también contempló el pelo de
color rosa y la desesperación por atiborrarme de actividades los sábados para
que la rutina establecida contigo no me atormentara en la soledad. Por fortuna
ya no guardo cosas de ti, por fortuna nunca dejaste cosas tuyas ni me hiciste
regalos, sólo guardaba en el clóset tu cepillo de dientes y tu fotografía. No
quiero volver a saber de ti, no quiero saber que tu existencia funciona a la
perfección sin mí (lo sé, lo sé bien pero no deseo enterarme a cada rato). Sé
que en esta vida todo desaparece, caduca, igual que caducó el amor. Entiendo
muchas cosas, pero entender no significa dejar de sentir.
Sin
embargo, sigo regresando a ti. No sé cuánto tiempo lo seguiré haciendo. Me
compré una bicicleta aunque no sabía andarla, me hice el propósito de aprender
y lo hice. Me compré una bicicleta porque tenía
que subsanar el vacío de alguna manera, porque tenía que ser todo eso que no
era, todo eso que no fue suficiente para que te quisieras quedar aquí. Sé que
es absurdo, que por saber andar en bici no me vas a querer de regreso, que
aunque tú mismo dijiste: “ella no es mejor que tú”, las decisiones que hace el
corazón no se basan en las mejorías o expectativas que uno mismo, por
superación personal, puede alcanzar. No me resigno, alimento mis fantasías con
placebos, pienso todos los días qué fue lo que hice mal y camino de nuevo las
expresiones, las promesas, todas las cosas que pasamos; pero nunca encuentro
respuesta. La duda es un insecto venenoso que repta desde adentro de mi ser,
que me rasga, que involuntariamente sigo alimentando. Me digo que mientras
pueda escribir, estará bien. Quizá algún día pueda escribir un libro en el cual
logre inmortalizarte y al mismo tiempo enterrarte, aunque el simple hecho de
escribirlo implique la imposibilidad de ponerle fin a todo aquello.
3. El jardín del dolor
Llevo
varios meses durmiendo en este cuarto, en este departamento alquilado para que
por fin pudiéramos estar juntos más tiempo, en este cuarto que compartimos
solamente dos noches, noches en las que (y esto apenas lo supe hace poco) ya
estabas con ella también. Llevo varios meses con la cama en la posición que
sugeriste, con la cabecera lejos de la ventana, para que no entrara directo a
la cara la luz matinal, esa posición a la que ya nunca llegaste a dormir
conmigo. Este cuarto vio aquel derrumbe antes de que yo lo viera. Y ahora, de
vez en cuando, reviso mi librero y ese lugar que había reservado para colocar
los vasos de vodka-tonic para cuando estuviéramos ahí escuchando la música que te gustaba y que yo fingía que también me gustaba.
Y la lluvia sigue llenando el escenario nocturno, y regreso a pensar en la muerte y en cómo yo no podré llegar a ella, por falta de convicción. Pienso, sin embargo, en ella y en, por ejemplo, aquellos suicidas
gloriosos que lograron asumir la renuncia total y se despojaron de todo lo que les
estorbaba, yo no soy así, no puedo serlo. A mí me seduce la muerte, pero siempre
he estado llena de una cobardía inmensa y nunca he podido tomar el destino en
mis manos y renunciar. Quizá por la no renuncia es que escribo, porque la no
renuncia implica la convivencia constante con un cierto tipo de dolor que se va
sembrando y cuidando, como un fruto que alimenta y que es lo único que me
otorga esa pizca de eternidad que tanto deseo. El dolor es algo que he tenido que aprender a
cargar a cuestas. Duelen muchas cosas, cosas que estaban bien cuando se supone
que éramos algo, cuando yo creí que ese “algo” no iba a terminar. Cosas como
las canciones, los lugares o las palabras, y cosas importantes, o que en su momento lo eran: el
lugar que tomabas en la cama, los soliloquios antes de dormir, la forma en que
te gustaba preparar los tragos, amén de tu olor, tus ojos, tus manos, todas las
cosas que eran una extensión de ti. Ese dolor no se ha diluido con el paso de
los meses, pero he tenido que acostumbrarme a que nada en la vida es como lo
quiero, que por más que me esfuerce no hay garantía de tener éxito.
Han pasado los meses y
no encuentro la manera de sentirme mejor, siento el golpe en el estómago cada
que por casualidad sé algo de ti, porque sé que tu vida no me incluye, porque
me recuerda el desprecio, el olvido, el alejamiento muy en contra de mi
voluntad, de todo lo que hubiese podido desear. Me hierve la sangre y el pecho
se comprime con tan sólo ver que todo lo que yo era para ti se convirtió en
despojo, que el error se cierne sobre mi ser y me atraviesa. Así es la vida, no
es que me queje, no especialmente. Quizá sea que, incluso, no quiera sentirme
mejor, y por eso sigo buscando cosas que sé que me causarán ese efecto, quizá
es que he decidido, mejor, cuidar mi dolor porque es la única cosa propia que
me ha dejado un extraño, la única cosa que tengo bien enraizada en todo lo que
soy. Te pienso todos los días, te sueño y me es muy difícil regresar a la
realidad porque es una realidad en la que no existes, no para mí, nunca para mí.
Es
muy sencillo, no quería pasar por el rechazo otra vez. Creí que tu manera de
quererme era la adecuada, lo que fuera estaba bien para no tener que pasar por
eso de nuevo, tu amor tan en silencio, sepulcral, de a poco; creí que era
preferible eso a volverme a enfrentar con el rechazo, con el abandono. Pero si
uno teme algo lo suficiente puede llegar a conjurarlo, a hacerlo realidad:
tanto temí que te fueras, aún sin decírtelo, tanto temí que me rechazaras que
conjuré a esa otra mujer, que te hizo no optar por mí. Saberte para siempre
lejos es uno de los más grandes dolores, si es que el dolor es cuantificable.
Me exiliaste, decidiste de nueva cuenta algo que no era yo, me relegaste a la
nada, a la desaparición, a ser ni siquiera un recuerdo (los recuerdos
compartidos son cosas que no existen). Y aquí estoy, en algún lugar del mundo,
lejos de ti pero sin dejar de pensarte, viviendo como si nada, pero muriendo un
poco, sólo un poco, desgraciadamente, a causa del fracaso y la distancia, de
nunca haber podido ser lo suficientemente lo que sea, para que quisieras estar
junto a mí.
4. Recuerdos nuevos
No
pedía mucho. Solo quería la eternidad. Siempre supe que nunca tendríamos un
romance tórrido y apasionado, que jamás me dirías palabras de amor y que
siempre me mantendrías al margen de tu gente, que si habías logrado presentarme
con tus amigos, debía darme por bien servida. Lo acepté. Un día en que regresé de
Guanajuato y nos encerramos en un hotel del centro, tenía la vista clavada en
el techo de vigas de aquella construcción deprimente mientras te escuchaba
decir cosas como que a ti lo que te importaba era la filosofía, literatura, la
música, pero las mujeres no, el amor, tampoco. Desde ese día en que lloré
mientras hablabas –cuando quizá no te diste cuenta- acepté una posición desfavorable, esperando
que nunca cambiaría, acepté que yo no necesitaba eso que todos tienen o a lo
que todos aspiran porque te tenía a ti y tu presencia, que, aunque extraña,
pausada y desagradable, iba a ser constante. La eternidad, sólo eso quería. Y
el mundo se vino abajo.
Por
un lado entiendo, pudimos haber sido cordiales por el resto de nuestras vidas,
teniendo “eso” que quién sabe qué era. Pero decidiste enamorarte de alguien
más, probaste que quieres estar con alguien y hacer lo que todos hacen, hacer
vida, planear cosas, compartirlo todo, no avergonzarte de que todos sepan que
la amas, en fin, lo que hace todo mundo y lo que nunca hiciste conmigo, ni por
mí. Pudimos haber sido cordiales para siempre, seguro, mas llegó el momento de
decidir y decidiste no conformarte conmigo. Lo entiendo, a partir de ahora
tengo que fabricar recuerdos nuevos, unos que me digan que todo estaba, en
realidad, bastante mal, que esto no tenía manera de triunfar, y sobre todo,
creerme esos recuerdos y entenderlos como ley universal. Pero entender, le haga
como le haga, no significa alejar el dolor, ese dolor de saberme insuficiente,
de que en ese punto de decisión no optaste por mí, de que a pesar de haberlo
hecho todo bien, no fui suficiente para que quisieras quedarte. Ese dolor, esa
certeza abrumadora es algo que se ha encarnado en todo lo que soy y que me
recuerda mi fracaso a cada respiro, respiración seca, de sal, de polvo, un
esfuerzo muy grande para mantenerme a flote.
A
veces quiero renunciar pero no puedo, lo he pensado muchas veces, pero no me
atrevo. No puedo agarrar la caja de somníferos y tragarlos todos, no puedo
ahorcarme desde alguna escalera, no puedo cortarme
las venas. Mi biografía es la del fracaso constante y el dolor, no la de la
muerte. Muerta yo, nada más existiría, podría disfrutar del estatismo sin
culpas. La muerte siempre simplifica las cosas, no nos deja pensando que es
nuestra responsabilidad ser o no de una
o tal manera, ella lo forma todo a su deseo y nunca tenemos injerencia con ella,
la aceptamos y punto. Pero todo aquello que creemos que
depende de nosotros, eso sí que es complicado, el intentar alcanzar un sueño,
el querer llegar a una cosa, el desear que alguien se fije en nosotros, etc.,
todo eso que depende de uno es lo más difícil. Y la cobardía: que viniera la
muerte y en sus ojos tuviera mis manos, que viniera la muerte y pudiera tomarme
limpia y para siempre. La muerte, la eternidad. Todo eso que no está bajo mi control,
ni las promesas.
Además
del fracaso, la escritura es mi destino constante, la palabra sobre un dolor
que tengo que mantener a flote porque si lo dejo dentro se transforma en una
penumbra con garras. Mi fracaso es verte feliz, llorar un poco de cuando en
cuando, destrozada, con la ilusión rota pero siempre a nada de resarcirse. Así
soy yo: todo lo que no quieres, lo que desapareciste de tu vida, lo que permanece
consumiéndose y quemándose de tanto amor al rojo vivo, desperdiciado, sin ti,
el receptáculo único para todas mis pasiones, el ser que se atraviesa por mi
cabeza a diario y me duele a cada paso.
Hay
muchas cosas peores que la muerte cuando se es demasiado cobarde para abrir la
única verdadera puerta de salida.
Music on: Shiver - Coldplay
Quote: "Un mar de sombra eres, y entre tu sal oscura / hay un mundo de luz amanecido." Alí Chumacero
Reading: La fiesta de chivo - Mario Vargas Llosa
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