viernes, 28 de marzo de 2008

La muerte dulce

En este pueblo no hay más remedio sino morir. Salir y quedarse afuera mucho tiempo implica entregarse a la muerte inmediata; permanecer adentro significa volverse loco antes de morirse de hambre.

Antes del amanecer las calles están vacías; poco después habrá quienes saldrán, por un tiempo breve (porque aquí el día dura muy poco), mientras la luz se mantenga amarilla y antes de que la oscuridad cristalice los suelos una vez más; pero regresarán de inmediato a sus casas si llueve, porque la lluvia es mortal y lloverá, de eso no hay duda.

Unos dicen que es el fin del mundo, pero nadie lo sabe con certeza y no lo pueden explicar; de cualquier modo y de ser efectivamente eso, éste empezó cuando un día el agua que llovió era más densa y dulce. Después siguió lloviendo ininterrumpidamente por días y noches y cada vez con agua más espesa, más dulce y naranja.

Al inicio, la gente se alejaba de la lluvia y no se detenía a investigar por qué ésta había cambiado de color y consistencia, hasta que alguien lo suficientemente valiente (o al menos desesperado) salió a tocar el agua, la probó y determinó que no era agua sino caramelo. Sí, llovía una especie de caramelo suave que paulatinamente cubrió el pueblo en cristal dorado y café. Todo murió; por días enteros llovió mucho y siempre caramelo.

Parecía un sueño, un pueblo tapizado de dulce que con el sol se derretía un poco y todo lo dejaba pegajoso, más muerto. No había qué comer, sino el dulce mismo que todo lo cubría y la lluvia era mortífera porque venía acompañada del viento tibio que se metía a la nariz y provocaba asfixia y ahogamiento.

Isabel y Santiago, a diferencia de algunos otros que de vez en cuando dejaban sus casas un rato, salieron con la promesa de no regresar, la misma promesa que se hicieron sobre tener una muerte conjunta. Buscaban cubrirse del rocío dulce que les taparía la nariz y los ahogaría lentamente.

Luego de contemplar el amanecer, espectáculo breve y hermoso (porque la muerte también puede ser bella), el cielo se oscureció, y después millones de gotas doradas cayeron de él. Los amantes se cubrieron de dulce poco a poco; se abrazaron antes de que les fuera imposible moverse, se besaron hasta que el aire ya no los dejaba respirar y, jadeantes, con los ojos llenos de lágrimas que se perdían en el cristal oscuro, se entregaron a la asfixia. Inmóviles y en silencio, sus cuerpos esperaron el fin de la lluvia y el frío eventualmente los cristalizó, dejándolos abrazados en el sueño de la muerte.

Después de ellos, buena parte del pueblo se resignó a la idea de la muerte dulce y en los días siguientes, más gente salió a entregarse a la lluvia y a morir por ella; otra parte siguió con miedo y prefirió guardar su vida en sus casas aún sabiendo que de todos modos habría que morir.

Al final, fueron más los que sucumbieron al dulce exterior que a la locura y al hambre del encierro; quizá viendo en el caramelo la posibilidad de una muerte más poética, muchos salieron en la tarde a cubrirse del rocío dorado y mortífero. De esta manera las calles quedaron tapizadas de estatuas doradas y amorfas ancladas en el suelo, más bellas que los cadáveres famélicos guardados en las casas.

viernes, 21 de marzo de 2008

En el arte de amar desplegado en cada centímetro de tu boca
y el dolor de no poderte asir más
y sólo pensar ahogada en silencio
en tu nombre grabado en mis dulces pesadillas
en tus ojos tristes que traspasan las goteras de mi alma

Sólo escucho el silencio de tus voces falsas en mi cuerpo cansado,

en mi piel seca de llorarte y de saberte lejos
en la tristeza crónica donde no hay sino un recuerdo
y mi voz que anhela un secreto pesado que debe salir
para decirte esa verdad que conoces y que desaparece en tu frente ciega.


Aquí en los muros grises de mi cuarto, en el hogar de los lamentos
pregunto sin voz al sueño y a la muerte
cómo decirte otra vez que te amo y no pecar de lo ridículo,

cómo hacer que me sientas y no huyas,
que me ames de regreso,
cómo dejar de mirar tus pupilas en cada uno de mis suspiros.

Pero sé que esto es la ilusión y la esperanza,
el dolor tuyo y mío de un todo infinito
que se alimenta del sonido de tus pasos perdidos en la distancia

y lo imposible de tu perfección a mi placer vedada.

No me queda tiempo de elegir otro mundo posible,
o de creer que hay redención mediante el olvido;
tampoco de negar la cabeza del destino insondable
o para dormir entregada al sueño del descanso eterno.

El peso de la vida sofoca las palabras
y en los párpados más duros que el silencio
deseo el final de mis horas ancladas en la condena
y pienso en la muerte fría y trémula
y aún le temo a sus manos desconocidas
o a sus murmullos de hielo.

Pero más temo que venga a mi alcoba perdida
y le mire el rostro desalmado y encuentre que hasta la muerte misma
tiene en la faz la mirada de brisas y atardeceres lejanos,
de los ojos tristes que no son sino los tuyos.

jueves, 13 de marzo de 2008

Muerte, amor y metafísica en los sonetos de Quevedo

Francisco de Quevedo y Villegas es uno de los escritores más importantes del Siglo de Oro español; es también el máximo representante del conceptismo, corriente retórica basada en la condensación expresiva, recargada con figuras de dicción como las elipsis, las oposiciones de contrarios o antítesis, las paradojas y en general, todo lo que exija una agudeza conceptual. La figura de Quevedo dentro de las letras universales es de suma importancia debido a la variedad de los temas que trató en su obra, la complejidad de ésta y su extensión. Es un escritor que cultivó varios géneros literarios de manera contrastante; de la misma forma que lograba las páginas burlescas y satíricas más brillantes, también cultivó una obra lírica de gran intensidad y unos textos morales y políticos profundos intelectualmente.

Los sonetos escogidos en esta ocasión son aquellos que de alguna forma logran condensar profunda y explícitamente la idea que el autor tenía acerca de la muerte ya que ésta resulta un tema recurrente en una parte bastante considerable de su poesía, y, no sólo eso, sino que el tratamiento que da Quevedo también llega a reflejar su entorno sociocultural así como el estilo del Barroco dominante en ese momento. Esta clasificación podrá resultar un tanto arbitraria si se toma en cuenta que en la mayoría de su obra el tema de la muerte se manifiesta de diversas maneras, sin embargo, se han elegido principalmente los poemas metafísicos porque expresan mejor sus inquietudes e ideas acerca de este tema, así como los amorosos pues, para Quevedo, la muerte y el amor son conceptos que se relacionan íntimamente.

Quevedo tiene siempre el deseo de manifestar que la vida de los hombres resulta demasiado breve e insignificante incluso para los hombres mismos, que resulta incomprensible y extremadamente efímera, tanto, que no es posible siquiera hacer una distinción temporal entre un hoy, un ayer o un mañana: “Ayer se fue; mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue, un será y un es cansado.”[1]

Quevedo muestra el nulo conocimiento del hombre con respecto al paso del tiempo, y la confusión que éste genera en la existencia; peor aún, expresa la imposibilidad de contabilizar nuestra vida, pues ésta resulta tan breve que no tiene sentido analizarla a través de un parámetro tan arbitrario como la concepción humana del tiempo. Esta misma idea, de manera muy similar, la expresa en otro soneto cuando dice: “Ya no es ayer; mañana no ha llegado; / hoy pasa, y es, y fue, con movimiento / que a la muerte me lleva despeñado.”[2] En este terceto se aprecia que sigue la misma idea, sólo que en esta ocasión se añade que la muerte es el fin último y único de la existencia humana y de todo lo que haga el hombre como entidad. De alguna forma, todas las acciones en el mundo tienen que llevar a la muerte. Aparte, Quevedo dice que él no tiene una conciencia real de lo que es su vida y que su muerte puede llegar en cualquier momento, sin embargo, él no puede saberlo: “Como el que divertido, el mar navega, / y, sin moverse, vuela con el viento, / y antes que piense en acercarse, llega”,[3] no existe una manera de prever la muerte, así como no es posible tener una concepción total de la vida, quizá porque ésta es algo difícil de entender o porque sencillamente sucede demasiado rápido y dura demasiado poco.

La muerte es una solución a esta vida, que no es más que un sueño: “Si fuere que, después, al postrer día / que negro y frío sueño desatare / mi vida, se leyere o se cantare / mi fatiga en amar, la pena mía.”[4] El morir es como despertar a ese gran sueño que se ha tenido; con esto se reflejan las dudas del Barroco y la confusión de ese mundo en el que no se tiene por seguro lo que en realidad se vive y lo que no; en las propias palabras de Quevedo: “El sueño, que es imagen de la muerte,[5]” demuestra que hay una duda constante entre lo onírico y lo real, a veces el sueño es mejor que la vigilia, a veces sucede lo contrario, pero siempre hay una confusión entre un mundo y otro, como se demuestra en el siguiente soneto:

Ay Floralba! Soñé que te… ¿Dirélo?
Sí, pues que sueño fue: que te gozaba.
¿Y quién sino un amante que soñaba,
juntara tanto infierno a tanto cielo?

Mis llamas con tu nieve y con tu yelo,
cual suele opuestas flechas de su aljaba,
mezclaba Amor, honesto las mezclaba,
como mi adoración en su desvelo.

Y dije «Quiera Amor, quiera mi suerte,
que nunca duerma yo, si estoy despierto,
y que si duermo, que jamás despierte.»

Mas desperté del dulce desconcierto;
y vi que estuve vivo con la muerte,
y vi que con la vida estaba muerto.

Al igual que lo hiciera Pedro Calderón de la Barca en su obra La vida es sueño, Quevedo expresa una incertidumbre sobre el mundo, incluso parece que la muerte es una especie de desengaño ante la vida que ha sido una falacia. Esta concepción del mundo tiene su fundamento en el tópico barroco español de pensar que todo aquello que había sucedido en un pasado era mejor que lo que se está viviendo en ese momento. De esa manera, se piensa que lo bueno no era más que un sueño y que los hombres al fin estaban despertando a la realidad, la cual no es tan agradable y placentera como el sueño.

Paralelamente, Quevedo también maneja el tópico del ubi sunt, tal y como lo hiciera un siglo antes Jorge Manrique en las Coplas a la muerte su padre, donde se plantea que todo tiempo pasado fue mejor: “¿Qué se hizo el rey Don Juan? / Los Infantes de Aragón, / ¿Qué se hicieron? / ¿Qué fue de tanto galán, / qué fue de tanta invención / como trajeron.”[6] Quevedo, en uno de sus Salmos, expresa la misma idea: “Descansan Creso y Craso, / vueltos menudo polvo, en frágil vaso. / De Alejandro y Darío / duermen los blancos huesos sueño frío: / porque con todo juega la Fortuna;”[7] como se puede notar, el concepto es muy similar, sólo que con Quevedo se introduce explícitamente la idea de que la Fortuna es quien decide lo que sucede, con lo que se enfatiza aún más la imposibilidad del hombre de controlar su propia vida.

Una forma en que Quevedo habla de la muerte sin hacerla tan explícita es a través de los juegos retóricos acerca de la juventud y la vejez; el poeta utiliza ciertos epítetos y adjetivos para hacer alusiones al paso del tiempo, por ejemplo: “La vida nueva, que en niñez ardía, / la juventud robusta y engañada, / en el postrer invierno sepultada, yace entre negra sombra y nieve fría.”[10] Aquí aunque no aparecen explícitamente las palabras “muerte”, o “tiempo”, es evidente que hay un juego con esos conceptos. Es frecuente que Quevedo utilice adjetivos como “fría” o sustantivos como “nieve” para referirse a la vejez; de la misma forma utiliza las estaciones como la primavera para hablar de la juventud así como referencias al tiempo y su fluir dentro de la existencia humana: “Pues cerca de la noche, a la mañana / de tu niñez sucede tarde yace yerta, / mustia la primavera, la luz muerta, / despoblada la voz, la frente cana,”[11] todo esto para remitir a su constante angustia por el paso del tiempo y la brevedad de la vida mortal.

En la poesía amorosa hay ciertos tintes petrarquistas, especialmente en aquellas composiciones en las que la voz poética se dirige a una mujer. Sin embargo, cabe destacar que a pesar de ser poemas amorosos, la mayoría no deja de ser filosóficos y metafísicos. La muerte nunca se separa del amor y éste es más fuerte que ella. Quevedo se muestra en algunos momentos un tanto pesimista, pues dice que la vida no es más que una prisión: “Del vientre en naciendo; / de la prisión iré al sepulcro amando, / y siempre en el sepulcro estaré ardiendo.”[12] Sin embargo, es firme la noción de que el amor existe en ese momento crucial durante el paso al otro mundo. El amor trasciende la muerte, lo cual es un detalle muy especial, ya que, para Quevedo, como se ha demostrado hasta ahora, todo termina con la muerte y en muchos sonetos no da esperanzas a nada, al contrario, reduce la vida humana a una cosa con importancia mínima; sin embargo, ahora es evidente que sí existe algo que puede ir más allá de la muerte: el amor. Este sentimiento es, más bien, como una fuerza a la que el hombre se aferra y, a pesar de no saber si en verdad trasciende o no después de la vida, el hombre tiende a creerlo firmemente, a aferrarse a él. Esta idea se demuestra claramente en su soneto más famoso:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a la ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado
médulas que han gloriosamente ardido

su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.
[13]

Después de estas líneas es ya evidente cómo Quevedo coloca al amor como la única constante certera en la vida de los hombres, pues a pesar de todo, el amor permanece más allá de lo físico. Este soneto en particular es uno de los mejor logrados en Quevedo, pues no sólo trata el tema del amor y de la muerte con una unión magistral y novedosa, sino que también emplea elementos retóricos del Barroco como el hipérbaton y las alegorías; asimismo, están presentes los elementos que más caracterizan la poesía de Quevedo por ejemplo, la referencia a la muerte como una sombra y el ver la vida como una luz, también aparece la alusión a la memoria como algo importante para dejar en el mundo y el anhelo por el encuentro con la muerte.


La obra poética de Quevedo puede engañar al lector a la primera impresión y hacerlo pensar que la muerte es el elemento más importante dentro de su ideología; sin embargo, ahora es evidente que quien ocupa el primer lugar es el amor, pues éste resulta ser lo más importante en la existencia, es incluso tan importante como la vida misma, como si una cosa no pudiera, o debiera, existir sin la otra. El amor y la vida son como enfermedades que no se pueden curar sino con la muerte, la que consecuentemente no es vista como algo terrible, al contrario, es una mano amiga que es capaz de reducir el sufrimiento que ocasionan tanto la vida como el amor y nótese que tan sólo puede aminorar el dolor pues el amor mismo resulta ser más fuerte que todo: “Si agradable descanso, paz serena, / la muerte, en traje de dolor, envía, / señas de su desdén de cortesía: / más tiene de caricia que de pena.”[14]

Tan resulta amiga la muerte que el poeta concibe a la vida misma como un accidente en la materia, como si la existencia de los hombres fuera parte de algo meramente casual y que el estado primordial del ser humano sea la inexistencia en este mundo terrenal. Esta idea resulta un tanto platónica en el sentido de que el alma, según Platón, cae al mundo sensible para estar encarcelada y que su existencia primera es la que sucede en el mundo de las ideas. Quevedo afirma que la vida no es nada: “Vivir es caminar breve jornada, / y muerte viva es, Lico, nuestra vida, / ayer al frágil cuerpo amanecida, / cada instante en el cuerpo sepultada.”[15] La vida no vale, es una ilusión, la brevedad de ésta no alcanza para hacer nada y sólo provoca una angustia por el paso del tiempo. De hecho, Quevedo anhela la muerte, espera ansiosamente que ésta se presente a su vida y pueda regresar al lugar al que él pertenece; esto, que es parte fundamental de su ideología es condensado en un cuarteto: “No me aflige morir; no he rehusado / acabar de vivir, ni he pretendido / alargar esta muerte que ha nacido / a un tiempo con la vida y el cuidado.[16]”, no existe angustia o tristeza por la llegada de la muerte, la vida misma es más dolorosa que eso y el poeta está feliz porque la muerte aparezca junto a él.

Quevedo es sin duda, el autor más importante del Siglo de Oro; la sensibilidad y la retórica que utiliza en su poesía son incomparables. Su concepción de la muerte es vigente hasta hoy, dado que los hombres aún están en busca de las respuestas que preguntaba Quevedo. La sociedad actual aún se puede preguntar: “«¡Ah de la vida!»… ¿Nadie me responde?”[17] y seguir sin respuesta.

No es novedad que la poesía y la literatura en general, encuentran un porcentaje de su importancia en la vigencia y trascendencia que pueda tener la obra literaria a través del tiempo y de las sociedades e ideologías humanas, Quevedo es uno de esos autores que ha logrado perdurar, y no sólo eso, sino que provoca incluso una especie de empatía con sus lectores. Sus ideas, inquietudes y pensamientos son fácilmente transportables a esta sociedad, en este momento. Esto comprueba que aquello que él planteaba con extrema angustia: el tiempo mismo como algo que es inasible e incomprensible a veces; la existencia humana que no es más que un leve accidente de la materia, pensamiento que considero uno de los más profundos e importantes dentro de su poesía. Actualmente aún podemos decir: “Diez años de
mi vida se ha llevado / en veloz fuga y sorda el sol ardiente,”
[18] y saber que esa idea, a pesar de haber sido planteada hace cinco siglos, aún representa la angustia humana.

El tema de la muerte está presente siempre en nuestro existir diario y eso no es una sorpresa, pues todos alguna vez nos hemos cuestionado acerca de ella. La vida y la muerte son, evidentemente, conceptos cotidianos, inseparables el uno del otro; sin embargo, es necesaria una gran sensibilidad y reflexión para dotar un tema cotidiano de tintes filosóficos e intelectuales. Y eso lo logra Quevedo a través de sus palabras profundas y su genio espectacular.


[1] Francisco de Quevedo y Villegas, “¡Ah de la vida!... ¿Nadie me responde?”, en Antología poética, México, Origen, 1984, p.8.
[2] Quevedo, “¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!, Ibíd., p. 9.
[3] Quevedo, “Vivir es caminar breve jornada”, Ibíd., p. 12.
[4] Quevedo, “Si fuere que, después, al postrer día”, Ibíd., p. 80.
[5] Quevedo, “Más solitario pájaro ¿en cuál techo?”, Ibíd., p. 76.
[6] Jorge Manrique, “Coplas a la muerte de su padre”, en Antología de Poetas líricos Castellanos, México, Cumbre, 1977. p. 41.
[7] Quevedo, “¿Quién dijera a Cartago”, Ibíd., p.18.
[8] Manrique, “Coplas a la muerte de su padre”, Ibíd., p. 48.
[9] Quevedo, “Falleció César, fortunado y fuerte”, Ibíd., p.12.
[10] Quevedo, “Huye sin percibirse, lento, el día”, Ibíd., p. 9.
[11] Quevedo, “Ya, Laura, que descansa tu ventana”, Ibíd., p. 74.
[12] Quevedo, “¡Qué perezosos pies, qué entretenidos”, Ibíd., p. 83.
[13] Quevedo, “Cerrar podrá mis ojos la postrera” Ibíd., p. 82.
[14] Quevedo, “Ya formidable y espantosa suena”, Ibíd., p. 10.
[15] Quevedo, “Vivir es caminar breve jornada”, Ibíd., p. 12.
[16] Quevedo, “No me aflige vivir; no he rehusado”, Ibíd., p. 84.
[17] Quevedo, “«¡Ah de la vida!»… ¿Nadie me responde?”, Ibíd., p. 8.
[18] Quevedo, “Diez años de mi vida se ha llevado”, Ibíd., p. 81.

jueves, 6 de marzo de 2008

Mi verde embeleso

Amor...
eres mi verde embeleso
y me rehuso a quitarme los anteojos de vidrio
que ven tu sombra de vanos tesoros.

No buscaré más el día para negar tu sombra,
así te quiero,
pintando a capricho mi deseo.

Porque no me puedo extasiar sólo con lo que toco
con la cordura ante lo que sí eres.
La realidad me volvería loca y en ella tú no existes.

Entonces...
Sé eternamente mi frenesí dorado,
mi sueño de los desdichados,
mi hermosísimo embeleso,
aunque éste, con el tiempo,
se convierta en un decrépito verdor imaginado...